Desayuno en la Happy House

Por Gerson Gómez Salas

Abro los ojos. Los cierro. Abro los ojos y estoy en una sala de estar. Los cierro. Abro los ojos y en la sala de estar me acompañan. Los cierro. Abro los ojos y me acompañan y estamos hablando de literatura. Los cierro. Abro los ojos y estamos hablando de literatura y llevo puesta la camisa de fuerza. Los cierro.

No sé cuánto tiempo ha pasado. Abro los ojos y hablamos de literatura. Me acompaña Nelly, Daniel y Laura. Los vuelvo a cerrar.

Nos ingresaron hace unas semanas. Abro los ojos y ahora estoy solo. Cierro los ojos. Abro los ojos y estoy desayunando sin la camisa de fuerza. En una habitación acolchada. 

Tengo secos los ojos. Los abro y cierro mecánicamente. Humedeciendo los párpados. En cada una de las salas no existe el tiempo. Sólo el espacio. Nosotros somos los condenados. A quienes se les niega la posibilidad de la vida en familia. El riesgo social. En tratamiento desde el primer momento del ingreso.

En la casa de salud mental no todos los ingresados comparten sus aficiones. Algunos se hacen a la idea de una condena. Otros no despiertan nunca. Otros, como yo, ya perdimos la cuenta de los días.

Nuestro pequeño grupo de lectores nos hermanamos. Dicen los practicantes, las enfermeras, los psiquiatras también, sobre los avances en los tratamientos. Pronto podremos volver a nuestra vida ordinaria. 

Tampoco deseo abandonar este sitio. Aquí me siento seguro. Las voces se han ido apagando en la cabeza. Nos entregan los vasos de plástico con las cinco pastillas de colores. Las acompaño con alimentos. Entro en una especie de serenidad galáctica.

Las palabras son ecos pesados. Vamos a la sala de televisión. Corre una especie de viento caliente. Programas matutinos con recetas y de chismorreo infame. Apenas como puedo visito la pequeña biblioteca. Elijo una novela de caballería de muchas páginas.

Nelly, Daniel y Laura ya están sentados al derredor de la mesa. Me observan desconfiados. Debe ser mi metro con noventa centímetros el motivo de su miedo. Respiro profundo. Retomo las piezas de una conversación inanimada.

Nelly es esquizofrénica. Lleva cinco meses. Estudió hasta el tercer semestre de medicina. Se quebró con el pulso de los estudios. Pasó de estudiante enfrascado en el aprendizaje a comediante en un bar en el centro de Monterrey. Bebía muchísimo y en cada una de las páginas de vida acumuló horas hombre de sexo en cada uno de los rincones de su departamento de foránea. Se embarazó sin saber quién era el padre de su hija. La tuvo y se desgajó más. Sus padres le trajeron con su consentimiento.

Aquí conoció a Daniel, su cabello largo medio rubio y barba juvenil, se hicieron amigos. Daniel era ese tipo de hombre a su medida. Conocedor de geografías dispares, lo ingresaron después del tercer intento de suicidio. La depresión y el uso de peyote, mariguana y crack lo estaba jalando hacia el infierno personal de la desesperanza. Se liaron en la confidencial devocional. En la oportuna ponderación de las almas perdidas.  

Al llegar Laura a la tripleta, alumna de la carrera de Físico Matemático, le hallaron un espacio de confabuladores. Les pudo mucho su agresividad detrás de una sonrisa a medio visitar. Laura acusaba de todo al padre ausente. Al cargar la mano a su madre, al dejarlos por una mujer casi de la misma edad de ella. 

Dicen al verme ahora sin tanto tiempo dormitando, les cause terror. En cualquier momento pensaron, los embestiría con golpes hasta dejarlos noqueados. Nací criado por mi abuela. Niño genio de todas las materias en la primaria. La secundaria la pase por el arco del triunfo.

Mi bachillerato desesperó a los profesores. La diversión favorita al demostrar lo inútiles de sus conocimientos, su preparación frustrante y la indolencia para enseñarnos.  

Dos veces me rompieron el corazón. Mi abuela me confesó. La supuesta hermana mayor era mi madre. La segunda vez, Micaela, mi novia, me dejó por el maestro de Ingles de la preparatoria. Desconsolado y apático a mediados de enero imaginé todas las enfermedades del mundo en mi cuerpo.

Leía sobre los síntomas y los hice parte de la existencia. De las diarreas del paciente terminal del VIH o de las pocas horas de reposo del insomne, puesto a prueba al entregar la existencia al creador.

Sin duchar, oliendo a rancio, con la mirada por dentro, presioné los botones de la locura. Asentí en la consulta de ingreso con el psiquiatra. Con la mitad del peso de otros años he ido recuperando las ganas de recuperar la brújula. Nelly, Daniel y Laura conmigo son una especie de hermanos. Tal vez incendiemos la ciudad con nuestros textos. Volaremos hasta las antenas del Cerro de la Silla y haremos caer fuego desde el cielo. El momento del  Apocalipsis está próximo. Abro los ojos. Los cierro.

loco

Importante: Este contenido está redactado en sentido literario y es responsabilidad de quien lo escribe, no refleja la línea editorial del Diario de México