Howth

Por Aranxa Albarrán Solleiro / Confesiones de turista

Iban a dar apenas las nueve de la mañana, salimos apresuradas en busca de la estación de tren para comprar los boletos y subirnos al próximo vagón con dirección a Howth. Seis euros por un viaje redondo, me parecía una ganga considerando el precio habitual del transporte público en la ciudad.

Entramos siendo las únicas, a lo lejos se percibía una silueta delicadamente de un hombre caminando en sentido contrario a nosotras, mientras Annie de 60 años y quien provenía de Suecia, me compartía la historia de los Vikingos, lo hacía con tal entusiasmo que con movimientos pintorescos en las manos me dibujaba el tipo de fisionomía que tenían. Cuando en un momento al detener su relato, me preguntó: ¿los mayas siguen existiendo con gran número poblacional en México, verdad? Y me sorprendió tanto la pregunta que no respondí inmediatamente. <<Sí, sí. En Chiapas y en gran parte del Caribe se encuentran, de hecho en las comunidades rurales es muy común encontrarlas. A decir verdad, la mayoría de los habitantes de los estados caribeños saben hablar la lengua maya.>> Sus ojos profundamente azules se agigantaron y una voz a través de la bocina anunciaba: Howth.

Subimos y continuamos con los relatos. La charla iba de un tema a otro, entre mi proyecto de investigación de maestría, el tipo de comida de Suecia y México y los lugares que habíamos visitado a lo largo de nuestras vidas, la mía por supuesto, con una experiencia en desventaja.

La ciudad y sus pueblos aledaños se apreciaban a través de las ventanas. Me sentía participe de una película de género histórico o en una misión de Sherlock Holmes. Éramos las únicas parlanchinas del transporte, la mayoría de los usuarios se destinan a sentarse uno frente al otro sin dirigirse una sola palabra, incluso si se conocen.

Llegamos al famoso lugar, la terminal parecía un sitio en abandono. Nos conducimos hacia la puerta y llegamos a una especie de estacionamiento con diversos negocios a su alrededor. Frente a nosotros se encontraba un restaurante de Fish n’ Chips que era bastante atractivo con colores verde y blanco, al compás de una insignia de letras color oro indicando el nombre.

Pisamos la parte del pueblo que podría considerarse como el centro. Gente por todas partes y alrededor de tres grupos de turistas que alistaban a los participantes para embarcar en la aventura.

El turismo en Howth se identifica por su senderismo, la mayoría de las personas se dedican a caminar por los acantilados que regalan dadivosamente una vista espectacular hacia el mar.

Los contrastes entre el azul del cielo y los destellos del césped verde casi fluorescente, imposibilitan que los ojos no se cautiven. Tomando en cuenta el clima en Irlanda, tener éxito en la visita, resulta una cuestión de bienaventuranza. El punto final del recorrido es un faro que data ser el más histórico de todos, en tanto que formo parte de la Independencia. Además, fue uno de los principales puntos de pesca del país desde los años 1800. Pocas personas eran permitidas para acceder a él, por lo que existe una construcción que lo rodea con el objetivo de detener fuerzas invasoras si se requería.

Para llegar a él había que elegir entre más de tres caminos, la diferencia de cada uno radicaba en la distancia, había de 15, 20 y hasta 25 kilómetros, optamos por el primero por nuestra falta de tiempo. El viento turbulento complicaba la estabilidad de cualquiera, un paso en falso podría costarte hasta la vida. No obstante, cada pisada se convertía en una historia maravillosa compartida por Annie, quien se percibía más en confianza al hablar. Sus relatos me llevaban a mundos fascinantes y me hacían desarrollar una admiración por ella y su vida.

Nuestro primer kilómetro fue tranquilo, el viento a pesar de intensificarse nos permitía dar pasos firmes. Una familia alemana se acercaba, se impresionaba de la vista y por obvias razones, comenzaron a intercambiar palabras con Annie. Al despedirse ellos, avanzamos con rapidez en busca del faro, cuando mi pie izquierdo se aturdió con las rocas del camino, Annie se encontraba aproximadamente a cincuenta metros de distancia de mí, traté de mantener el equilibrio cuando no pude más y deslicé. En ese instante mi cabeza reproducía una serie de eventos desafortunados que culminaban en mi deceso.

La arena se deslizaba por mis manos, sentí el roce de mis rodillas con el césped, cerraba los ojos como queriendo evadir todo a través de ello. Dejé un instante de respirar -tal vez menos de tres segundos- cuando de mi mano se prendió otra para detenerme, abrí los ojos y era uno de los niños alemanes con los que Annie había conversado. Me sonreía semejante a un ángel que caía del cielo para salvarme. Magnánimo acto heroico que me figuraba a un episodio de los mejores superhéroes de mi infancia. Le agradecí al ponerme de pie con un enrojecimiento subyugante y corrí para alcanzar a Annie, ella volteando suavemente, solo me regaló una sonrisa.

Quedaba un largo camino todavía por andar, las articulaciones en las rodillas suplicaban detenerse, sin embargo, continuamos. Después de quince minutos llegamos, Annie y yo con un cansancio fusilante pero avanzábamos en dirección a nuestra meta, cuando un muro de concreto nos impidió el paso en conjunto con un ataque masivo de carteles que prohibían entrar. Nuestro esfuerzo, en ese momento, era inservible.

Regresamos con un corazón especialmente roto, el camino esta vez, se hacía corto y algunas veces largo cuando nos sentíamos extraviadas. Nos dirigimos al tren con premura y nos sentamos en el primer asiento que vimos, estaba vacío de nuevo. Esperamos cinco minutos hasta que un grupo de jóvenes de secundaria subieron. Invadieron el espacio de risas estruendosas, eran dos mujeres y cuatro varones, todos con uniformes color verde militar resaltando lo rosado de sus mejillas.

Se aventaban unos con otros cuando inició su andar el transporte, hasta que uno de ellos tropezó y cayó en el piso, se puso de pie y empujo con furia desmesurada a su compañero, el otro respondió con un golpe en el pecho e inicio una lluvia de puñetazos. Uno de ellos sostuvo su mochila con firmeza, sacó una pistola dentro de ella, le apuntó al que había caído y mencionó: había esperado el momento, por fin te encuentro así, débil, preciso para matarte.

Me sentí levitar, no podía con una presión aniquilante en el pecho. Annie me miró sostenidamente, cerré los ojos por segunda vez en el día y de pronto un oscuro denso invadió mi mente. Recuerdos líquidos emergen de aquel encuentro, solo puedo esbozar escuetamente el color profundo de los ojos de Annie que me suplicaban calma.

Llegamos a Dublín, nos abrazamos, mis piernas temblaban de cansancio y adrenalina. Intercambiamos correos y cada quien siguió su camino. Fue un placer, Annie, ojalá lo sepas.