Café La Habana

Por Aranxa Albarrán Solleiro / Confesiones de Turista

Ubicado en el número 62 de la calle Morelos, haciendo con su cuchilla coincidir con la Avenida Bucareli. Ahí justo en donde el bullicio se instala casi a diario después de las ocho de la mañana pareciendo incesante hasta pasando las 9 o 10 de la noche.

El Café La Habana, dueño y propietario de aquel espacio, sitio gigantesco no solo de número de mesas sino de historias que retumban en cada una de sus paredes. En él se difuminaron esencias de grandes personajes: El Che Guevara, Fidel Castro, Gabo, Poniatowska, Leñero, Paz y sin quererlo, quien escribe el presente texto.

Mi primer encuentro con el sitio fue gracias a la reunión con grandes amigos fanáticos de un cantautor guatemalteco que genera –desde siempre- una violencia verbal entre quienes se dicen poco admiradores de su música y quienes lo disfrutamos. Un sábado de junio antes de una pandemia fulminante, nos sentamos en una de las mesas más grandes que daban hacia la ventana, la gente al pasar, nos miraba con detenimiento y ojos desorbitados, pues el graznido de nuestras risas, posiblemente no se había escuchado desde las tertulias de los bohemios.

Ordenamos unas tortas, las de especialidad de la casa, la torta cubana por supuesto, al ser creada derivada de la visita de Fidel Castro, según lo relatado por sus meseros, así como una fuente casi infinita de sodas para nuestras gargantas que debían ser preparadas para continuar con el jolgorio. Pocos de los comensales, incluidos nosotros, sabíamos que estábamos rodeados de un espacio donde los españoles exiliados por la Guerra Civil se reunían y encontraban en él, un sentido de tranquilidad y protección.

Probablemente, la altura de sus techos de 6 metros, permiten que el cuerpo se sienta inmerso en un bunker donde nada podría perpetrar la calma y el regocijo desarrollado en él. Desafortunadamente, las 2 de la tarde auspiciaban el inmenso calor que de afuera se colaba, por lo que las varias lámparas-ventiladores trabajaban a marcha forzada, sin embargo, poco era lo que se podía disfrutar del viento que emitían.

El café, es indudablemente, una de los productos estrella del sitio, su preparación es peculiar y los granos tostados desde la mañana antes de su apertura, provocan que el paladar se disuelva en un festival de riqueza. El primer dueño, quien era de origen español, perdió la propiedad por apostarlo todo en juegos de ruletas y cartas, no osbtante, quienes han pasado por él, han sabido conservar su belleza y estilo sesentero que a cualquiera incita para permanecer por lo menos más de una hora.

Libros y versos de poetas se han fraguado en sus esquinas, pues el mejor sitio para crear literatura y darle ritmo a las palabras, se presenta cuando el escritor se sienta lejos de un bullicio inacabado. El Nobel de Literatura Octavio Paz, terminó su obra poética “Libertad bajo palabra” y Bolaño consideraba a tal grado el sitio que lo incluyó en su libro “Los detectives salvajes”.

Los meseros parecían levitar aquel día, pues su rapidez de atención a los más de cincuenta comensales que éramos, iluminaban aún más la unicidad del Café.

Los platos sonaban monocordes al golpeo de los cubiertos en ellos, su esencia era musical por naturaleza. El Café La Habana era un café de eterna festividad, de un orgullo por converger dentro de los mismos asientos y fotografías que miraban los ojos de personajes que le han dado sentido a un mundo latinoamericano que hoy, se presenta un tanto desmoronado.

Se dice que su café con leche o su café bombón, el cual se compone de café espresso doble cortado, espolvoreado con café y leche condensada, son los ideales para inyectar la sangre de suficiente cafeína y darle un sentido romántico a la vida, el mismo que también en el presente, se percibe ausente.

Sus puertas después de la oficialización de la pandemia en México, el 23 de marzo, permanecieron abiertas con órdenes para llevar y por pedido a domicilio, empero, las prosas y los versos se languidecen continuamente pues es prácticamente imposible recrear el ambiente y el aroma que en él se encuentran. La inspiración se ve forzada a fluir y motivar lo necesario a los bolígrafos que entintan hojas de papel.

Al día de hoy, poco puede observarse una fila de comensales esperando impacientes fuera de él, pues su reducción de mesas para evitar contactos cercanos con quienes asisten, ha potenciado la ausencia de varios, sobre todo de aquellos que desde su creación, han sido fieles consumidores en tanto que su edad impone un alto riesgo de ser atentados con un enemigo viral.

Hoy lo recuerdo con sus encantos y tonos místicos, hoy lo recuerdo infestado de anécdotas y momentos no solo entre los intelectuales, políticos y artistas, especialmente el artista por el cual tuve la dicha de rodearme de su grandeza, sino de las mismas risas que se claudicaron hace mucho y que hoy por amenazas externas, se consideran lejanas y casi imposibles de repetir.

Eran las ocho de la noche de un sábado de junio, nos acomodábamos en los asientos del Auditorio Nacional para escuchar en vivo, un hoy ausente espectáculo musical en recintos cerrados, Ricardo Arjona salía al escenario y evocábamos al momento, que en aquel Café La Habana, uno de sus discos más vendidos, se creó dentro de las mismas paredes de las cuales nos rodeamos.

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