La ciudad de la luz

Por Aranxa Albarrán Solleiro

El oscurantismo, Brassaï lo representa fascinante a través de sus fotografías. Las calles de París se envuelven de una magia especial que capta solamente el lente de su cámara. Avanza por las calles a paso lento, cada detalle le parece extraordinario, sumerge no solo la mirada, sino el alma en la esquina de mujeres a la espera de un Romeo o de centros nocturnos donde los miedos se evaporan uno a uno.

Aquel día de abril, nos encontramos frente a un cúmulo de imágenes captadas por él, pues nuestro viaje aventurero, nos llevó a reservar boletos de avión con dirección a la ciudad de la luz, la misma que ha sido repetida una milésima de ocasiones en filmes con deseos de evocar un toque romántico o sencillamente una arquitectura de fondo que emancipa las grandes creaciones arquitectónicas que sin duda, son destellos de magnos artistas.

Un sonido destellante indicó la corrida de un metro veloz, los recuerdos de la Ciudad de México se pasmaban en la memoria, la diferencia entre uno y otro no es mucha, sin embargo, los vagones nunca se avasallan de pasajeros, con evidencia, el porcentaje poblacional es mucho menor al de la urbe mexicana.

Un cuatro de octubre de 1898 se había creado la primera línea del transporte, nosotros, nos encontrábamos a más de un centenar de años de aquellos días, las vidas de pasajeros, de miles, tal vez millones de usuarios se habían penetrado en los recovecos subterráneos y nosotros apenas empezábamos a fraguar historias en la capital francesa.

En el camino, las estaciones atravesaron por la que lleva por nombre el del escritor Victo Hugo, "Los Miserables" venían a la mente de inmediato con el simple hecho de leer su nombre. Conectamos con la línea amarilla que conecta con el Museo d'Orsay, descendimos al momento que nuestros ojos fueron hipnotizados por la belleza espectacular del Río Sena, por supuesto que pusimos pie dentro de él, la riqueza artística es magnífica, cuenta con una serie de pinturas impresionistas que van desde Degas hasta Manet, los precisos destellos de sombras azules tenues entremezclados con café y anaranjado, te sumergen en mundos extraordinarios que solo París contempla.

Casi de frente al museo, se encuentra otro espectacular recinto cultural, el cual ha sido considerado uno de los museos de mayor relevancia y aporte al mundo. Tan es así, que conserva la pintura más famosa de Da Vinci: la Gioconda, cuya admiración por visitantes es fundamental, como si solo verla hiciera valer el viaje y la visita a la ciudad. Aunque su aspecto no sea del todo formidable, estar frente a ella, representa un logro indudable.

En dirección hacia el sur, avanzamos hasta el icónico templo de la Catedral más famosa del mundo: Notre Dame, esperando que algún jorobado se apretujara de gárgolas para bailar un poco o simplemente se parara sobre una de ellas para admirar la belleza parisina, sin embargo, los desastres que ha debido de soportar en los últimos años, sobresalen de su fachada de estilo gótico. Su edificación es base de dos templos antiguos, empoderando la cosmovisión de la religión católica. Sus preciosos vitrales permiten que la luz penetre suavemente iluminando de manera natural el espacio. Como si fuese un mundo en sí misma, dentro de ella se encuentran Santos Patronos y Vírgenes a quienes feligreses de diversas partes del mundo le son fieles, por ejemplo, los mexicanos encontrarán la imagen de la Virgen de Guadalupe alborozada de cientos de velas reflejadas en su rostro.

Al salir, el hambre desenfrenaba un sentimiento de desesperación detestable, por lo que nos acercamos a un puesto de baguettes que decían ser típicos de París, aunque su precio no era el más amigable, se pronosticaba que valdría la pena el gasto. Cinco euros por cada uno demarcan los precios descomunales de la ciudad. Quien nos atendió, Pierre, fue un tipo espectacularmente alegre, como si no existiese tragedia alguna en el mundo circundante. Nos reboso los bocadillos agigantados con mostaza "Dijon", que potenciaron los sabores fortalecidos de la gastronomía francesa.

El mapa horrorizado de un uso desmedido, indicaba que faltaban demasiados puntos importantes para visitar: el Moulin Rouge, el templo del Sagrado Corazón que deslumbra la mirada de cualquiera por su vista panorámica a la ciudad, el barrio latino donde ningún latinoamericano se presenta y la más importante: la Torre Eiffel.

Steve Sauvestre nos regaló un extraordinario templo arquitectónico a través del cual se desprenden sentimientos de locura, una locura sin duda peculiar de 324 metros de altura que rebosan de emoción mientras te encuentras por primera vez con ella, de día o de noche, las pupilas se enamoran perplejas de lo que emerge de ella y de las perfectas casitas de crepas con frutas, chocolate y helado de vainilla.

París, puede parecer un cuento, sorprender a cualquiera que la camina es su tarea principal, en tanto que hasta el más diminuto rincón provoca que la epidermis se perciba sensible. Tal vez Brassaï, tenía razón, no hay mejor oscurantismo para una ciudad tan luminosa. Caminar al final del día por los Campos Elíseos protegidos por el “Arc de Triomphe” lo confirmaban, aún mucho más.

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