Lérida

Foto: Aranxa Albarrán Sollerio

Por Aranxa Albarrán Solleiro

Caminar, trascender, levitar entre lo oscuro y lo invisible para el mundo. Ser reconocidos solamente para un porcentaje de la población, la circundante, la que no necesita de mucha promoción. Los que subyacen en el territorio parecen entes sin almas, como si un rayo de tormenta les hubiera partido por dentro las entrañas y el espíritu se les hubiese extinguido.

Las ávidas calles de Borges en su poema referente a Buenos Aires, se presentan aquí ausentes, no existen, su ubicación les imposibilita rodearse de bullicios incomodos que pudieran perpetrar la tranquilidad. Resulta lo contrario, prácticamente, pues caminan entre silencios ensordecedores que perfectamente pueden volver loco a cualquiera, en el mayor de los casos, a aquellos que pisan la ciudad como externos.

Lérida es una de las ciudades capitales de Cataluña, su peculiaridad se percibe no solo por su población de ojos tristes, sino por su aferro al catalán, defendiéndolo entre cada una de sus calles y posibles anuncios que nunca podrán ser presentados en castellano.

Llegar a ella es un reto, dependiendo desde donde parta uno, si, como quien suscribe, lo hace desde la ciudad más poblada del mundo, efectivamente, la Ciudad de México, entonces el trayecto será tedioso y asegura una aventura o posiblemente un fastidio aletargado. Son doce horas lo que se espera arriba de un avión que viajará sobre el Mar Atlántico y el Mar Mediterráneo, se llegará a la capital principal: Barcelona, de playas fustigadas por sobrepoblación de turistas y terrestres de diversas partes del mundo que, sin dudarlo, se mudan a ella por su caos incesante y sus toques exquisitos de Miró y Dalí.

Posterior a pisar el venturoso Aeropuerto El Prat Josep Tarradellas y las mil señales que nos dicen “Benvinguts”, uno debe de embarcar una travesía fantástica, pues las alertas de cada uno de los sentidos que conforman el cuerpo humano, deberán de estar atentas, especialmente los pertenecientes a la vista para no perderse entre las avenidas de horizontes infinitos y automóviles fugaces, los cuales, pienso, fueron intercambiados por las estrellas en el cielo.

Se arriba a la terminal de autobuses, localizada a una distancia considerablemente lejana, sin embargo, para un proveniente de la urbe capitalina mexicana, los kilómetros de lejanía entre el Aeropuerto y la estación, parece un caso extremadamente risible, dado que se compone el camino de 20 minutos o mencionado de manera intelectual, de 16.8 kilómetros.

Caminar dicho kilometraje sería un acto casi suicida, la distancia de los 20 minutos se convertiría en poco más de tres horas y contemplando el peso de las mochilas o equipaje correspondiente, la situación peregrina sin duda provocaría un colapso tanto físico como mental. Se espera paciente a un autobús, por ende, o si la economía lo permite -defraudando a nuestros ancestros- tomaríamos un taxi, que no solo involucraría un sentido de debilidad como viajero, sino un gasto inaguantable e impactante, en tanto que alrededor de 30 euros se pagará por el peaje.

La terminal, se asoma a la distancia, miles de hombrecitos con sombreros y maletas pesadas se dirigen rápidamente a los autobuses correspondientes, los maleteros simulan el muro que divide a los católicos de los protestantes en Belfast, es interminable, empero, la cantidad de pasajeros lo amerita. Dentro de ella, existe una simulación de la estación del Metro afamada de Nueva York, pero en diminuto, escuchas en el anden acentos irreconocibles y palabras árabes, hindúes e incluso rusas. El escenario se invade de nebulosas, penetra los iris de las miradas viajeras y la espera se vuelve aún más portentosa.

Se sube al transporte en dirección al Valle de Arán, cuya distancia de Lérida es mínima y una vez adentro de él, la película se vuelve terrorífica. Posiblemente Allan Poe se inspiró de paisajes como los que experimentan los ojos de los que viajan. Tres horas son de camino, el paseo se conforma de un centenar de pueblecitos de diez, quince y en el mejor de los casos, de más de veinte casas, con diseños de jengibre apunto de desmoronarse.

El cielo se dibuja grisáceo, con leves tonalidades de azul claro y un sol que solo se percibe con los ojos cerrados. El clima gélido se instala levemente entre las pequeñas cavidades de las ventanas y los orificios del autobús. La punta de la nariz lo siente, se perciben las palmas de las manos un tanto debilitadas, pues el entumecimiento de los centígrados en descenso, lo provocan.

Se arriba entre un sinfín de edificios, dentro de los cuales habitan aquellas sombras andantes. Las paredes son color vino, simulando tal vez una sangre de Cristo, claro, la historia lo podría afirmar. El transporte se estaciona en el andén número siete, todos los autobuses provenientes de la capital lo hacen ahí. Bajan uno a uno cabizbajos, se presenta un señor de tes morena, parece que todos le tienen miedo o un rechazo incontenible. Su lengua es francesa, la cercanía de una nación y la otra le permiten comunicarse con la mayoría de los leridenses, no obstante, parecen padecer una sordera y ceguera irreversible cuando se presenta a su lado.

La gastronomía, por otra parte, se degusta con pasión. Para seducir el apetito, se consume una cazuela de caracoles o en su defecto para los de paladar menos exóticos, se contempla la opción de unos panadones, que son diminutas empanadas rellenas de espinacas, pasas y piña, el sabor es exquisito y dulcísimo, maravilla consumida especialmente en época de Semana Santa. Los guisados con ternera o bacalao son obligatorios para todos, mucho más si eres un visitante con deseos de rodearte de cultura nueva. Se acompaña con caldillo de tomate y setas, una virtud de los Montes Pirineos que lo rodean.

Cada uno se consume con vino tinto, puesto que es fuertemente consumido desde la Edad Media y sus presentaciones incluso, se dan en tetrapack, cuestión que resulta insoportable para los de corazón de sommeliere. La degustación dentro de cualquier restaurante, aseguro, no es apta para cualquiera, mucho menos para los de corazón sensible, pues la atención es similar a los fantasmas andantes y el ambiente parece una eterna contemplación de pueblos deshabitados.

Lérida está poblada por poco más de 140 mil habitantes, sus templos son todos de estilo gótico, fortaleciendo la brisa ennegrecida y sus ríos Segre y San Martí, penetran de misterio las vidas no solo de sus habitantes, sino de sus turistas que regularmente son escasos y de paso pero que, gracias a ellos, se conserva su cultura y su peculiar tradición.

Mis pasos dados por la ciudad hoy día, parecen un boceto de mi imaginario, pero la cicatriz que porto en la planta de mis pies desde mi encuentro con ella, se quedará grabada para siempre.

Confesiones en: Twitter: @aranx_solleiro, Instagram: @arasolleiro y aranxaas94@gmail.com

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