Juan Plomos

Por Gerson Gómez

En la barra solo hay calor. Todo Monterrey vaporiza.  

Extenuante. Intenso. Imposible. Soñadores temerarios. Desplazados. Parias de la formalidad. Brazos caídos.  

El aire lavado solo incrementa la sensación de bochorno. Del otro lado de la barra, el cantinero dispensa las cervezas por tiempos. Atiende con urgencia a los bebedores. En las mesas del interior las gruesas gotas de sudor inundan las sillas y las mesas. 

Nadie escucha a nadie. Entre egoístas los sordos reproducen sus conversaciones con señas. Abyectos y sintéticos, enterrados, colocan las canciones en la máquina dispensadora del conflicto. 

Parodia de José José, Luis Miguel, Angelica María, Johnny Laboriel, Roberto Carlos, Ramón Ayala, Celso Piña y Piporro. Tres melodías por diez pesos. La brisa de las canciones. El ángel asesino de la intuición. 

Juan Plomos lanza su carta de presentación. Deleita con su voz a quien desea escuchar toda la lista de sus ojos. El lago combinado de la melancolía. Va nublando de dudas si va en prenda la reflexión.  

El silencio del huracán. La respiración entrecortada. La manera individual. Piscología trasnochada. La espada suave de la alfombra de piel. Moderador sin amor. Revienta la melodía. La siguiente ronda para los parroquianos. Arañazos patronímicos en los días de guardar. En la cantina, Juan Plomos, fontanero de la verdad engatusa. Paramédico de la intelectualidad etílica. Ofrece el discurso atronador. La verdad insoluta. 

Desarmadas las ideas. Enfermos de soledad. Cometas contagiados de la espontaneidad. El corazón palpita revolucionario. Contagia las estrofas con ideas a medio construir. Advenidos giratorios en el hemisferio de quienes contagian la peste negra. El arrebato del pensamiento. 

Juan Plomos decanta el eco de las promesas. La salvación de la fe postrera. Inclinados al sustento del día al día. A su lado pelean rabiosos por los minutos en fuga. Locos de la ingesta. Del brazo atormentado baila demente. Se burla de sus detractores. 

Ególatras del contubernio, intercambio de copas y de maledicencia. Los cuellos adoctrinados juegan en el jardín ajeno. Sus cabellos sebosos y retrógrados. Las canciones exterminadoras. 

Da vueltas sobre su propio eje. Globo terráqueo. Persigue la idea en fuga. Sangra por sus narices. Quema el barco de la melancolía. Apacigua la sombra de la supervivencia. 

Las sillas caen profanadoras. El estruendo atronador. La consigna inmediata. El servicio negado para la próxima ronda.     

Ojalá te caiga un rayo. Te parta en dos. Jamás regreses. Aquí cerramos a las once. Vayan a jondear un gato de la cola.  Vean si ya puso la marrana. A tomar por culo. Hijo de tu puta madre, vete a la chingada. Camina hacia un bosque y piérdete. Aluniza y nunca vuelvas. En el Vencedor el servicio es a todas horas. Deberías buscar en otro sitio la magia de los duendes. 

A traspiés, con la cerveza en la mano, Juan Plomos sale por la puerta delantera. Ingresa por la puerta lateral. Los aplausos emancipan la ira y el desconcierto. 

Divagan los de la última hora. Evangelistas y astrólogos le guían. Distancias de continentes menguan. La charla escapa de las bocas. En las manos, la soledad de los arrepentidos. 

Juan Plomos en el confesionario de las emociones a medio descubrir. Tan fuerte e insumiso, apuesta sus fichas a los trece negros de la Rockola. Las canciones tristes le hacen sentir mejor. Mientras amanece. Colmado de necesidad. Llena de necesidad los ecos de espera. 

Sonido del malacara. Irreconocible. El caos descolorido. El amanecer en Monterrey, el bochorno agotador en las entretelas. 

De quienes no pudieron separarse del informe nocturno en televisión. Los ejecutados, los levantados, los atropellados, los desaparecidos, los baleados, los ebrios, los inocentes, los femenicidas y  los daños colaterales. 

La soberbia de los reporteros dicta el listado, pasan revista puntual por nombres y apellidos.  De quienes no pudieron decir adiós. Ni florecer en las melodías. 

Juan Plomos practica en la ducha de su hogar la traviata del enfado, mientras su mujer, ojo pelado, cuerpo tenso e incondicional, calienta en el microondas, la cena pospuesta con asado norteño y frijoles refritos. 

La oportunidad de redención de quienes llegaron a Nuevo León. Para contemplar la luna sobre el Cerro de la Silla.