Tibu, de los reflectores a la sombra en 'Memorias de un mánager'

Foto: Cortesía Carlos Vázquez

Por Carlos Meraz

De finales de la década de los 80 hasta el primer decenio del siglo XXI, Carlos Vázquez, mejor conocido como Tibu, encarnó al mánager de moda en España, un rey Midas que aglutinó a músicos exitosos (Hombres G, Marta Sánchez, Miguel Ríos, Julio Iglesias, Javier Gurruchaga, Manolo Tena, Mago de Oz, Las Ketchup, José Mercé y Luis Eduardo Aute); incluso era tal su poder que hasta se dio el lujo de rechazar a la entonces prometedora banda Héroes del Silencio, pues no le gustó el sonido de sus inicios.

Hasta que la vida cambió y de los reflectores pasó a la sombra, al ser acusado por El Canto del Loco, el grupo que catapultó a la fama, de apropiarse indebidamente de parte de los beneficios de la gira de 2008, unos 220 mil euros, siendo condenado a prisión por cuatro años, tres meses y un día. 

El 29 de enero de 2015 ingresó y quedó libre en abril de 2019 con casi 60 años y un libro a cuestas, Memorias de un mánager, donde relata su versión y presume su inocencia, tras ser lapidado por los medios españoles.

“Lo que desvelo en esta biografía es una parte muy pequeña, diminuta, de todo lo que podría ser. Romperían familias, empresas y hasta alguno que otro partido político podría verse perjudicado”, sentencia en su prólogo.

Tibu —quien presentará su publicación autobiográfica editada por Malpaso, en la FIL de Guadalajara, el 4 de diciembre— compartió su calvario como representante artístico, tras sentirse traicionado por Dani Martín, vocalista de la alineación que lo inculpó de un delito que él asegura no cometió.

DEL CIELO AL SUELO

Contrario a lo que se cree su apodo no proviene de ser un “tiburón en los negocios”,  sino a su era de joven pijo —hijo de una acomodada familia franquista— aficionado a competir en carreras de motocicletas, antes de iniciarse en la música como bajista y luego como mánager con la banda La Guardia, a quien en 1988 sacó del anonimato con el hit Mil calles llevan hacia ti.

“Después de 40 años en la música, cuando estaba en prisión escribí un diario y los presos compañeros me animaron a publicar mi historia, ya que en ese entonces la prensa fue muy dura con mi ingreso a la cárcel. Quizá por eso pensé en titular el libro Yo no maté a Kennedy, pues se me acusó de todo... del Holocausto, de matar a Lennon, de asesinar a Sharon Tate y hasta del genocidio en África.

“En 2009 me pegó la crisis en España y afectó el 70 por ciento a la industria de los shows. Yo tenía 14 artistas en mi empresa Aire de Música con una infraestructura enorme en Madrid y una oficina en la Ciudad de México, en la Condesa, y mantener eso implica mucho dinero. Sumado a eso en ese entonces fallece la hermana del vocalista de El Canto del Loco y de 100 conciertos pactados se convirtieron en 12 y la gira se cayó. Ahí me fui en caída libre en bancarrota, con un bucle de deudas con bancos y en procesos judiciales y civiles. De 2009 a 2011 tuve unos años horribles financieramente.

“Lo insólito es que se me condenó por una cantidad ridícula, cuando en mi empresa se manejaban unos cuantos millones de euros al año y sólo se me acuse de un fraude de un solo concierto. Mi error fue que presenté la auditoría un año después del plazo fijado, que me costó mucho dinero que ya no tenía y en la que demostraba que yo no me quedé con un solo euro, eso me costó la libertad”, explicó Tibu.

EL CREADOR DE ESTRELLAS

Detrás del éxito y la posteridad artística siempre se esconde un mánager. Ese “mal necesario” es inevitable para que el artista se convierta en celebridad o ídolo de masas. Y quién no esté de acuerdo con tal premisa, que se pregunte si Elvis Presley habría tocado la inmortalidad sin las instrucciones del coronel Tom Parker, acaso The Beatles hubieran alcanzado el estrellato mundial ajenos a los consejos de Brian Epstein o los aparentemente salvajes Sex Pistols se habrían  forrado los bolsillos sin acatar al pie de la letra las consignas punks de Malcolm MacLaren.

Aunque al final en esa relación de amo y odio ambos creen que es el otro el que les está robando, el representante es un eslabón imprescindible entre el artista con su público y la industria, ya que también funge como asesor fiscal, consejero artístico, agente de negocios, promotor de conciertos y hasta confidente sentimental, es decir, una suerte de nana para el famoso que muchas veces no sabe qué hacer o decir sin la venia de su padrino. 

Paradójicamente algunas veces muchos de estos persuasivos y hasta implacables intermediarios han llegado a hacerse tan famosos como sus pupilos, ejemplo serían Paul McGuinness, de U2, Peter Grant, en Led Zeppelin y Andrew Loog Oldham, con The Rolling Stones, por citar algunos.

—  ¿Se escribió desde el rencor, incluso desmitificas a Aute? 

— Mi caso con Aute fue muy doloroso. Con él trabajé 20 años y todos los artistas da igual que se llamen Luis Eduardo Aute, Leonard Cohen o Las Ketchup, son un ombligo gigante a donde se miran ellos mismos constantemente y lo que pase fuera de su terreno no les interesa. A Aute lo admiro como artista, pero cuando ya había perdido el glamour de mis mejores años, cuando antes llegaban a mi casa y en la nevera había Moët Chandon, el día que ya no había ni latas de cerveza el amor saltó por la ventana. Y en mis peores momentos, fue muy cruel y por teléfono me dijo que no estaba de acuerdo que  también yo manejara a Marta Sánchez. Esa fue su excusa. Y me quedo claro que uno nunca debe ser amigo de los artistas.

— ¿Cuál fue tu más grande acierto y tu peor error en 40 años de mánager?

— Lo mejor, La Guardia, con Mil calles llevan hacia ti, nadie apostó jamás por ellos y yo sí. Y lo que más me jode es, obviamente, El Canto del Loco, nunca se merecieron la entrega ni que les diera mi vida.

Para febrero próximo, Tibu contempla la publicación de un segundo libro sobre su faceta como músico e incluso a los 62 años regresa a la representación artística con Javier Álvarez, uno de los pocos artistas que no dejaron de confiar en él.

Moraleja… públicamente los mánagers suelen caracterizar el rol de malos para que así sus representados queden como los buenos; aunque al final de la escenificación, la gran mayoría de los artistas acaben siendo por su naturaleza  —salvo honrosas excepciones— unos egocéntricos y, sobre todo, una bola de ingratos. Y, como dice el viejo adagio, “al que le quede el saco…”.