Mi vida en Rusia o cómo fue que un buen día decidí cambiar el pozole por el borsch.

Por Ricardo Córdova

A Rusia no entenderás con la razón,

no la medirás en absoluto.

Hay algo propio en la percepción.

Debes confiar en Rusia y punto”.

Fyodor Tyutchev, poeta ruso.

I. Curiosidad por el país de los cosacos.

Después de la selección de México, mi segundo equipo favorito siempre fue el de la URSS. Aún hoy recuerdo que durante el Mundial México 86, yo seguí con profundo interés cada uno de los partidos del grupo C, el cual estaba conformado por aquella maravillosa Francia de Michelle Platiní,Jean Tigana, Alain Giresse y compañía; la aguerrida Hungría, la debutante Canadá y, por supuesto, por “mi segundo equipo favorito”, el cual estaba comandado por aquel mítico portero Rinat Dasayev. La verdad es que me dolió tanto cuando Bélgica eliminó al magnífico equipo de la URSS en la ronda de los octavos de final, en un dramático partido que terminó 4-3 a favor de los belgas, con un gol en fuera de lugar y además en los tiempos extras.

Pero, pensándolo bien, yo creo que la semilla de ese gusto e interés por esa “exótica” cultura se sembró en mí durante las incontables veces que acudí al baño durante mi niñez, y es que cada viaje al WC estuvo religiosamente acompañado por los tomos 9 (Edad Media, Europa) y 10 (Europa y Rusia) de la “Enciclopedia Temática Britannia. Ojo, hay que considerar que aquellos eran otros tiempos y en el esos años no había celulares ni redes sociales, así que era menester entretenerse con algo. La verdad era mejor la Enciclopedia que el Notitas Musicales de mi mamá.

Luego, al inicio de la década de los noventa entré a estudiar el bachillerato al CCH-Azcapotzalco. La materia de Lectura y Redacción I trajo de regalo mi primera lectura  “seria”: nos dejaron leer Crimen y Castigo de Dostoievski. Fue un gran suceso en mi vida que aún hoy me emociona; el clásico de Dostoievski fue un libro que puedo considerar iniciático, pues su lectura abrió para mí las ventanas de “lo ruso” (o lo que en ese entonces eso significara). Después de sufrir con los dilemas morales del buen Raskolnikov vinieron otros libros y otros autores de esa región (Ana Karenina, El Idiota, El Jugador), también vi algunas películas soviéticas que tuve el gusto de echármelas en formatos Beta y algunas en VHS; una que otra obra de teatro, cuando se podía alguna exposición, y también medio escuché algo de su música, bueno hasta hice amistad con una compañera de clase llamada Polina, originaria de San Petersburgo.

De esa misma época fueron mis entrañables “Perestroika”, que era unas botas producidas por Calzado Canada, y cuyo morrocotudo diseño estuvo inspirado en la “estética soviética”. Yo tuve un par de ellas y puedo afirmarles que cuando las usaba sentía que todo el mundo me la perestroikaba, pues traía un calzado similar al del mismísimo camarada Lenin.

El principio de los noventa, además de Vanilla Ice, también trajo consigo la desintegración de la URSS acaecida entre marzo de 1990 y diciembre de 1991, periodo de tiempo durante el cual las 15 repúblicas que conformaban la Unión Soviética declararon su independencia. Particularmente recuerdo a Javier Solórzano –quien entonces trabajaba en IMEVISIÓN- transmitiendo insólitas entrevistas con ciudadanos de los países bálticos recién declarados independientes, quienes narraban sus particulares historias como ex ciudadanos soviéticos.

Fueron tiempos confusos en los que, como cantaba Sabina en El Muro de Berlín: “No habrá revolución se acabó la Guerra Fría, se suicidó la ideología”. Así pues, mareados por la caída del socialismo pero a la vez inocentemente convencidos de que todo iría para bien en el mundo, ingresé a la UNAM a estudiar la carrera de Periodismo y Comunicación Colectiva en 1994. Cuatro años y medio después terminé la licenciatura y conseguí mi primer trabajo a finales de la década, justo en el mismo año que la Francia de Zidane se coronaba campeona del mundo en el Mundial del 98.

Con el nuevo milenio también soplaron vientos de cambio en nuestro país: Vicente Fox ganó las elecciones y prometió sacar al PRI de Los Pinos (aunque él no hizo nada por cambiar los usos y costumbres priístas), yo me titulé, cambié varias veces de trabajo, hice nuevos amigos y hasta me compré mi primer celular. Inclusive durante la primera década del segundo milenio tuve la dicha de ser papá y hasta me dio tiempo de separarme. No obstante y  a pesar de que ya estaba pasadito de los treinta años, todas las noches me iba a la cama anhelando que me sucediera “algo más”. No podría explicar qué era lo que yo esperaba, pero “algo más”. 

Fue hasta 2009, cuando por motivos de trabajo tuve la oportunidad de viajar por primera vez a Estados Unidos y permanecer durante dos semanas en la ciudad de Baltimore. Allí conocí y en el acto quedé perdidamente enamorado de Irina, una hermosa ojiverde originaria de Simferopol, Crimea, península ubicada en el Mar Negro y que hasta ese momento era provincia de Ucrania.

¿Qué les puedo contar de Irina? Su historia es fiel reflejo de los convulsos acontecimientos sucedidos en los últimos 30 años en esta región del mundo: ella nació en la URSS, pero pasó su juventud siendo ciudadana de Ucrania luego del surgimiento de este país en 1991, tras la desintegración de la Unión Soviética. No obstante, desde 2014 y luego de un (llamémosle) muy discutido “Referéndum de adhesión”, la península de Crimea en su totalidad se integró a la Federación Rusa, del cual hoy forma parte. ¡Y todo ello ha sucedido sin que Irina y los 2 y medio millones de crimeos hayan tenido que dar un paso fuera de su territorio!

Irina ha cambiado tres veces de país sin siquiera haber tenido que cruzar la frontera; al contrario, las fronteras son las que la han cruzado a ella.

 

II. Mi Vida en Rusia.

 

Ahora, bien, por ciertas circunstancias –cuyos pormenores les ahorraré para no aburrirlos- he fracasado en cada intento que he hecho para convencer a Irina de irnos a vivir a México; así que un buen día y ya francamente cansado de la enorme distancia que nos separaba, me dije: “si la cosaca no va a ti, tú ve a la cosaca”. Así que ahorré todo el dinero que pude, me despedí de mi familia, de mis amigos, de mi trabajo, de mis clases de natación y de la vida que hasta ese momento conocía para cambiar el pozole por el borsch, las gorditas de chicharrón por las empanadas rusas, las tortillas por el pan negro, el peso por el rublo, los mariachis por los cosacos y el tequila por el vodka.

Botellas de tequila y vodka, bebidas típicas de México y Rusia

Aunque en realidad, más que haber tenido que cambiar una cosa por otra, he integrado lo mejor que ambas culturas me ofrecen y ahora ambas conviven en perfecta armonía en cada actividad que realizo.

Pero, ¿qué tiene de especial esta tierra que merezca contarse? La verdad es que soy un convencido de que más allá de las obvias diferencias que existen entre México y Rusia, este es un país con una historia fascinante, con una riquísima cultura, con tradiciones y curiosidades que merecen conocerse y apreciarse, porque Rusia no es cómo nos la han pintado; este es un país mucho más interesante, complejo, real, profundo, entrañable…no la simplona imagen maniquea de “buenos y malos” que nos han estado narrando los medios de comunicación.

Finalmente, y sirva esto como una declaración de principios sobre este espacio: a mí lo que me gusta contar y lo hago con respeto y sin poseer la verdad absoluta de nada. Soy yo y mis circunstancias, por lo que compartiré con ustedes mi visión sobre las pequeñas y grandes cosas que veo, sobre las personas, las historias, las costumbres, la comida, los personajes, la vida cotidiana. Eso que sucede en el día a día y que tengo la fortuna de ir descubriendo como parte de mi proceso de integración a esta maravillosa, extravagante, lejana y fascinante cultura.

Dicho lo anterior, Добро пожаловать! (dobro pozhalovat') Sean bienvenidos a “Érase una vez en Rusia”, espacio desde el cual prometo contarles con un toque mexicano lo que sucede en este país llamado Rusia.