Odiseas en papel

Por César Guerrero

En mi infancia predominaron los juegos confinados. Mis hermanos y yo vivíamos en el departamento superior de una casa dúplex frente a una avenida de seis carriles, llena de coches, así que nunca jugamos con vecinos en la calle, sino entre nosotros y en casa. La azotea era lo más parecido a un patio propio, pero inviable para jugar con las pelotas: aún cuando los pretiles eran altos, cualquier pelotazo habría terminado en las casas aledañas y, para colmo, tenía un gran tinaco al centro, con tuberías que corrían hacia un extremo, elevadas sobre soportes de varios centímetros, estorbando sobre el piso. 

Si jugar al aire libre no era posible en mi casa o sus alrededores, mi escuela podría haber compensado esa limitación: sus patios eran muy grandes y, para la clase de educación física, contaba con una cancha de fútbol de medidas reglamentarias y una pista de 400 metros planos. Pero correr mucho me hacía respirar por la boca, ya fuera por mi tabique desviado, mi rinitis alérgica, o ambas cosas, y terminaba con un horrible dolor de caballo. Además, a partir del tercero de primaria comencé a usar lentes. Si los guardaba para poder participar en juegos de contacto, las figuras y los rostros se convertían en manchones sin detalles debido a la miopía; si me los dejaba puestos, me arriesgaba a que un manotazo o un pelotazo me lastimaran la cara o a que se rompieran en el piso luego de un empujón. Siendo así, la biblioteca se convirtió en el refugio de la mayoría de mis recreos.

Tanto en casa como en la escuela, mis lecturas habituales de infancia fueron las historietas. Pero en lo que a literatura se refiere, las lecturas que despertaron mi afición fueron dos novelas de aventuras, una de ellas “histórica”. En El corsario negro, de Emilio Salgari, encontré un personaje intrépido, valiente y sagaz, como debía esperarse de un pirata, pero con el refinamiento y la nobleza que un delincuente de los mares no podría haber tenido nunca, puesto que su origen era noble y la piratería era solo el ardid para restaurar el honor familiar. La segunda fue Colmillo Blanco, de Jack London, en la que el protagonista es un cachorro de lobo. Su autor consiguió que a lo largo de toda la novela pudiera descubrir los paisajes de Alaska a través de los ojos, el hocico y las patas de ese animal. https://ipstori.com/munchip/63

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