Rutinas

Foto: Ipstori

María era escritora, pero odiaba escribir. Desde muy pequeña, cada vez que le preguntaban qué quería hacer “de grande” ella, con absoluta seguridad, decía: Voy a ser escritora. Sin embargo, desde aquel entonces, su relación con el oficio ya era problemática.

En cuarto de primaria experimentó (sin saberlo en ese momento, claro) lo que sería su primer “bloqueo creativo”. Había decidido inscribirse al concurso de narrativa: con toda la emoción que cabía en ella buscó la cartulina fosforescente que reposaba en una de las paredes del patio de la escuela: tomó la pluma que caía ligeramente, como flotando, amarrada a una agujeta blanca y escribió su nombre con letra de molde. Estaba lista para concursar. Cuando llegó a su casa, dejó su mochila en la entrada, corrió hacia arriba por las escaleras hasta llegar al estudio, tomó un block de notas amarillo y una pluma y se sentó en el piso. Después de dos horas, el block de notas amarillo seguía completamente en blanco. No había logrado escribir nada.

Pero dos días antes del concurso, mientras se bañaba, pensó en la historia de Zoe, una niña que tenía una abuela paracaidista ex militar. Zoe había encontrado el viejo paracaídas de la abuela y lo usaba para saltar exitosamente de la azotea de su casa, saliendo siempre ilesa. María escribió el cuento en esas últimas 48 horas, alcanzó a entrar al concurso y ganó el segundo lugar: una pecera con dos tortugas. Nunca se había sentido tan contenta en su vida.

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Muchos autores y autoras han buscado incesantemente la mejor rutina para escribir. Una fórmula infalible, que les permita organizar su vida completamente al servicio de esa única tarea. Una forma de vivir en la cual el cuerpo no estorbe y las necesidades no imperen, sino que se hagan a un lado enteramente para que la inspiración fluya.

Edith Warton, la maravillosa novelista estadounidense, por ejemplo, escribía durante la mañana. En su hogar, estaba explícita y tajantemente prohibido que cualquier persona le hablara antes del mediodía. Después de esa hora podía salir por un paseo con sus amistades o dedicarse a la jardinería, pero antes de eso, se dedicaba única y exclusivamente a la página. Incluso, se dice que tenía un atuendo especial para ese momento, algo así como una bata suelta que le permitía sentirse libre y fresca.

Ernest Hemingway escribía parado.

Maya Angelou escribía durante el día. Hacía cenas en su casa por la tarde y cuando todos los invitados se habían ido, leía y revisaba lo que había avanzado.

Haruki Murakami se levanta a las 4:00 am y escribe de cinco a seis horas para después nadar 10 km y volver a escribir.

Cada una o uno implementó un sistema.

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Diez años más tarde, cuando María asistió a la clínica de cuento corto de la famosa cuentista Pilar Respié, no entregó su tarea el día que le tocaba. Como todos los martes de ese semestre, se sentó a las seis de la tarde en el mismo asiento de la misma mesa redonda en la misma habitación. Al enterarse de que María no había traído su texto, Pilar Respié fue inclemente:

—Si no te pones en el asador, entonces no puedes voltear las carnes de los demás. Si no traes un texto para que lo critiquemos aquí, entonces olvídalo, no puedes volver a entrar a esta clase —indicó, señalando la puerta.

No era que María no hubiera querido “ponerse en el asador”, ni mucho menos. De hecho, si tan solo Pilar Respié hubiera sabido que había pasado la última semana sin dormir, completamente ansiosa, sin poder concentrarse en nada, torturándose para poder escribir, tal vez hubiera tenido un poco de compasión con ella. Por más que lo había intentado, María no lograba que las palabras salieran de sus teclas, no lograba enunciarlas siquiera, ojalá hubiera podido evocarlas.

María salió corriendo del edifico en el cual tomaba su clínica de cuento corto. No le importó que estuviera lloviendo, y en lugar de tomar un autobús o pararse bajo un techo, comenzó a correr por la calle, sin rumbo. Sus labios comenzaron a ponerse azules. Sus botas eran más charco que bota. Sus lentes, repletos de gotas sin remover y parcialmente empañados impedían considerablemente su campo de visión. De pronto, una luz. Un coche demasiado cerca. Peligrosamente cerca. Un golpe en su costado.

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No solo los escritores y escritoras, sino artistas de todos tipos cuentan con rutinas específicas:

David Lynch, por ejemplo, recomienda ampliamente la meditación mañanera y es famoso por su práctica de meditación trascendental. “No me he saltado una meditación en treinta años”, escribió en su libro “Catching the Big Fish”.

De acuerdo con su asistente, Jerry Garovoy, la artista visual Louise Bourgeois era extremadamente rutinaria. Cada mañana, la artista despertaba y tomaba un poco de té antes de que Garavoy la recogiera para llevársela a su estudio en Brooklyn, donde pasaba horas trabajando en silencio absoluto. Su rutina era tan importante para su actitud vital que incluso elaboró una obra llamada “A las 10:00 am es cuando vienes a mí”, que contiene representaciones de sus manos y las de Garovoy.

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María despertó en casa de sus padres, lugar en el que no había dormido hacía años. Le desconcertó abrir los ojos y observar el viejo tapiz de su recámara, los peluches sentados en fila sobre el asiento de la ventana, el poster de Johnny Depp vestido de pirata sobre el espejo. Le tomó unos cuantos segundos percatarse de que tenía un brazo vendado y una pierna elevada y estirada a 45 grados, amarrada con una compleja estructura que permitía que se mantuviera colgada con unos cables desde el techo.

Su respiración se comenzó a dificultar y su corazón palpitaba muy rápido. Cuando sus padres llegaron al cuarto después de escuchar sus gritos, le explicaron que había sido arrollada por un coche, pero que estaría bien en unas semanas. Las lágrimas no dejaban de salir de sus ojos. Para animarla, su padre le dio unas hojas en blanco, plumas y crayolas. Escribe, hijita, le dijo su padre. No puede doler más que esto que sientes ahora.

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