Todo queda en familia

Foto: Ipstori

Por Verónica Carrillo Rodríguez

Observo la puerta del establecimiento donde espero la llegada de Luis. El desasosiego en mi mente no me deja concentrarme. Mis pensamientos son caóticos. Mis recuerdos divagan en todas direcciones.

En la mesa de enfrente se encuentra una familia compuesta por padre, madre y niña de diez años. Me transporto a una comida parecida cuando aún no estaba él. Por un instante, me concentro en nuestra relación. Trato de recordar por qué nos distanciamos a tal grado que no he visto a Luis en más de diez años —en el funeral de nuestro padre—. Cuatro años antes, comencé a trabajar en California. Ocasionalmente llamaba para saludar a mi papá o a la tía Rosaura, pero en todo ese tiempo casi no hablé con él. Sin duda una de las razones del alejamiento es la diferencia de edades: yo tengo 41 años y él, 27.

Fue inesperado recibir su email. En el correo no decía mucho: un saludo formal, un comentario sobre la salud de la tía Rosaura y… una invitación para vernos. Mi primer impulso fue negar cualquier reunión. Pero la fotografía anexada en el correo —yo a los veinte años— me hizo cambiar de opinión. Nunca pensé que un desacato de mi juventud trajera consecuencias tanto tiempo después.

En aquel entonces aún estudiaba la carrera de Ingeniería en Biotecnología en el IPN. Me sentía muy orgullosa de eso, pues en ese entonces éramos cuatro mujeres en un grupo de 40 alumnos.

Miro mi reloj por enésima vez. Aún es temprano. Mis cavilaciones llegan al momento en el que decidí que no tendría hijos. En primer lugar, porque nuestra madre murió en el parto de Luis —en mi mente culpé al bebé—. En segundo lugar, porque mi hermano fue un niño muy fastidioso. Por último, porque, al ser mujer, mi padre se olvidó de mí —decía que yo, con mis catorce años, ya no necesitaba de él— y se concentró en el cuidado del deseado varón con ayuda de su hermana mayor —la tía Rosaura, quien nunca se casó ni tuvo descendencia—.

Fue mi tía quien, contra los deseos de mi padre, me apoyó para seguir estudiando y no solo conformarme con ser esposa y madre, como mi padre me sermoneó durante toda mi niñez. Fue ella quien celebró mi ingreso al politécnico y quien me animó a tomar mis propias decisiones, a ser responsable por las consecuencias.

Cuando cursaba el cuarto semestre de la carrera tuve la asignatura de ingeniería enzimática. Esta influyó en la decisión que posteriormente consideré una rebeldía por mi parte. La profesora que la impartía mencionó cómo iba la investigación sobre fertilización in vitro en nuestro país. Además, comentó que estaban buscando personas que donaran espermatozoides y óvulos en una clínica.

Para mí fue una sorpresa enterarme de la solicitud de ovocitos femeninos, pues la información no se difundía como hoy en día. Eran los inicios del siglo y en México solo unas cuantas clínicas realizaban procedimientos de reproducción asistida. La creencia generalizada era que solo se donaba el esperma de un hombre. Después de un intenso debate con algunos hombres de la clase —ellos insistían que usar un óvulo no era ético—, mis compañeras de estudios y yo decidimos ir al lugar para enterarnos de lo que se requería para ser donadora.

En el lugar, al sur de la Ciudad de México, nos enteramos de que una mujer sana dispone, desde su nacimiento, de unos 400.000 ovocitos que se reducirán con el paso del tiempo. Ya en la etapa fértil, en cada ciclo empiezan a crecer varios óvulos, pero solo uno llega a la madurez, mientras que el resto se pierden con la menstruación.

En contraste, las estadísticas indican que las densidades normales de espermatozoides varían de 15 millones a más de 200 millones por mililitro de semen, por lo que el gameto femenino es un bien codiciado, por ser escaso y más difícil de obtener.

Para poder ser donadora, los requisitos eran: Ser mayor de 18 años, con plena capacidad de ejercicio. Otorgar un consentimiento informado por escrito. Gozar de bienestar físico y mental, para lo cual procedían a la realización de análisis médicos, de sangre y ginecológicos. No tener enfermedades hereditarias. No consumir drogas. No presentar enfermedades de transmisión sexual. No haberse realizado tatuajes o perforaciones en los últimos 12 meses y estar dispuesta a tomar medicamentos para estimular la ovulación.

De mis compañeras de estudio, solo yo fui aceptada. Hasta me pagaron una compensación por las “molestias”. Me comentaron que los ovocitos obtenidos servirían para hacer pruebas de fertilización in vitro. Entre los papeles que firmé, acepté que así sucediera. Sobre todo, porque aún no existía una ley que protegiera o invalidara dichas donaciones.

Con el paso del tiempo me olvidé del asunto. Hasta la llegada del correo electrónico. La fotografía fue tomada en esa clínica, como muestra para un “futuro catálogo”. Aún recuerdo la risa que me provocó dicho comentario. Como si alguien me pudiera elegir. La ansiedad me dominó nuevamente: ¿Por qué tenía Luis esa fotografía olvidada?

Al querer contactar con la clínica donde hice mi donación, me enteré que se había fusionado con una más grande y, para saber qué pasó con mis gametos, tendría que hacer la petición por escrito. La respuesta me la darían en dos semanas. Era mucho tiempo.

Mientras tanto, me puse a investigar nuevamente sobre el tema. La información sobre la reproducción asistida era más accesible. De acuerdo con datos del Censo del Mercado de Infertilidad en México, en el 32% de los casos de infertilidad la causa es atribuible a la mujer y en el 31% a los hombres.

Los motivos de la infertilidad son variados e incluyen desde defectos congénitos hasta factores relacionados con los estilos de vida modernos, donde el tabaquismo, el alcoholismo o el estrés son elementos determinantes para impedir un embarazo.

No puede escapar a nuestra atención que la dinámica social, que obliga a hombres y mujeres a retrasar la decisión de ser padres o madres, desempeña también un papel especial como causa de la infertilidad, pues con la edad disminuyen la calidad de los gametos, particularmente de los femeninos. También busqué información legal sobre el tema, pero en México las leyes existentes presentan vacíos jurídicos sobre el asunto. En noviembre del 2018, se propuso una iniciativa de ley para subsanar las omisiones. En dicha propuesta se indica que se practican anualmente más de 80 mil procedimientos de reproducción humana asistida.

En 2013, COFEPRIS reconocía que existían en México 52 establecimientos autorizados para aplicar técnicas de reproducción asistida. Y alrededor de cien que operan sin un permiso. Estas últimas ponen en riesgo la vida de las donantes y las receptoras. Todo por una ganancia económica.

Mis pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de Luis al restaurante donde esperaba. No venía solo. Lo acompañaba un joven moreno de elevada estatura. Ambos vestían de traje casual muy a la moda. Me sorprendió la postura de ambos y lo maduro que lucía mi hermano.

Durante las presentaciones, fue evidente que eran una pareja. El joven moreno se llama Heriberto, parecía mayor que mi hermano y era el ente dominante en la relación.

Sonreí al recordar un dato de mi reciente investigación sobre el tema. Un 50% de las mujeres encuestadas donaría un óvulo para ayudar a parejas homosexuales a ser padres.

El silencio posterior fue incómodo, pero Heriberto lo rompió con un comentario que conquistó mi corazón.

—Señorita Ibarra, antes que nada, quiero agradecerle por su valor. Y por su éxito profesional. Es usted un ejemplo para las profesionistas mexicanas. He seguido su carrera en Lindl. También he leído sus artículos de investigación. Yo soy Ingeniero Bioquímico de profesión y usted es una inspiración para mí.

—Gracias, ¿por mi valor? —pregunté un poco incómoda.

—Por su donación ovular en una época en que seguramente sufrió discriminación.

—¡Ah!

—Yo amo a Luis y queremos un hijo. Tuvimos un desacuerdo sobre quién donaría su esperma para la fertilización in vitro. Pero, al usar su óvulo y mi esperma es como si fuera hijo de Luis. Sus genes y espero su inteligencia serán heredados. La tía Rosaura está feliz.

—¿Ella lo sabe? ¿No habrá problema porque el gameto tiene casi dos décadas? —cuestioné comenzando a entusiasmarme.

—¡Claro! Aunque no entiende cómo funciona el asunto, está feliz porque es niña —contestó Luis con una mirada pícara.

—No hubo problema. La bebé nacerá en tres meses. En un momento llegarán la tía Rosaura y nuestra mami

—informó Heriberto con una amplia sonrisa.

—¿Mami?, ¿tres meses?

—En realidad, se llama Bertha y es nuestro vientre subrogado. No hubo tiempo de decir nada más. Pues mi tía y una joven de veintitantos años llegaron a nuestra mesa. La señora informó que el bebé se estaba moviendo mucho. Luis y Heriberto se apresuraron a acariciar el abdomen y hablarle con una ternura que me emocionó. Pero cuando toqué ese vientre y sentí a la niña, un sentimiento de agradecimiento me llenó el alma. Ya no estaba sola. Todo quedaba en familia. Ese día recuperé a mi tía y hermano. Además, pronto tendría una hija también.