La pelota no se mancha

Por Gerson Gómez Salas

Villa Fiorito. Casas a medio construir. Terrones como calles. Aguas negras. Estancadas. Pestilencia. Inmigrantes sudamericanos. Avecindados en la capital de la Argentina.

Ahí nació Diego Armando Maradona. Hijo del pueblo. Pelusa. De habilidades en un campo de tierra. Hace maravillas con el balón. Juega con los mayores. Deslumbra los movimientos.

La estatura de un hombre se mide del cielo a la tierra. Diego surca los metros. Se deshace de los contrarios. El balón viene cosido a sus calzados. Entre sus pares el balón cruza los tres palos blancos.

Diego sueña. Diego sostiene el balón. El chico maravilla. Lo inmortalizan desde niño. Escurre la inocencia. La pobreza abunda en casa y en toda la Villa Fiorito. Diego no olvida.

Al contrato y a la bonanza, los amigos pasajeros le hablan al oído. Le endulzan. Aves carroñeras. Aves de mal agüero. Aves de paso. Aves siniestras.

Diego el pelador. Diego se marea. Diego gana. GANA. GANA. GANA. Diego es la luz en el campo de entrenamiento. El CAMPEÓN DEL MUNDO. DIEGO. D1OS.

Diego Armando MARADONA se ahoga en la soledad de su mundo. En la sombra de la cocaína. Diego es Diego. El hijo mayor de Villa Fiorito. El mayor de los universos argentinos. La pelota no se mancha.

Diego va del paraíso al infierno de Fausto, de la Divina Comedia, del Apocalipsis. Muere tantas veces antes. Como la de este 25 de noviembre. Los de la Iglesia Maradoniana lanzan el rezo por su alma. Repiten en cámara lenta las jugadas memorizadas.

Diego es el cisne en el pantano, sin fecha de caducidad.