Lo leí en Círculo de Poesía

Lecciones de poesía para niños y niñas inquietos

Por Armando Vega-Gil 

El título del libro de Luis García Montero no puede ser más preciso y puntual, dardo alegre que viaja rumbo al centro de la palabra vuelta tiro al blanco, sí... aunque no del todo. Aclaremos el punto antes de que haya una hecatombe de malos entendidos: en efecto —y causa—, las de este libro prodigios son Lecciones de poesía para niños y niñas inquietos; más, en el ejercicio de lectura y estudio al que nos invita esta cátedra, si un adulto la escanea en voz alta junto a su hijo antes de ir a la cama, si la declama a sus alumnos en pleno bullicio del salón de clases, o a las hijas de la tendera y la doña afanadora en una biblioteca pública en la cual se ha ofrecido como cuentacuentos voluntario, el señor o la señora, el maestro o la maestra, quienes seguramente —más bien inseguramente— se creen medianamente entendidos en el tema, las lecciones de poesía del texto de García Montero también serán para ellos. Este es un libro para niños y no tan niños, como invita el pícaro eslogan de un grupo de rock infantil.

Más aún, estas clases particulares de poesía íntima y cotidiana también habrían de ser abrazadas por poetas en activo, por muy laureados y atormentados autodidactas sean: muchos (¿todos?) bardos y poetisas, sin duda, quedarán sorprendidos y hondamente cuestionados por la progresiva revelación de Luis García, sonriente profesor de Literatura Española en la Universidad de Granada, esa ciudad alambriana que canta en su acequias con la humedad herencia de los árabes, que revienta de llanto y fiesta en los cantes flamencos. ¡Óle!

El libro de Luis nos revela aún más su sentido y congruencia si, de entrada, lo situamos en su contexto temporal, pues el poeta es un representante luminoso y melancólico de ese movimiento que, buscando su materia y antimateria en lo cercano, en lo íntimo profundo, despertó en la dolida España de la posguerra hacia la década de los sesenta: la Poesía de la Experiencia, esa que en altavoz y cantos silenciosos apuestan, no por entender, sino por sentir la poesía misma. Así, Luis es empujado a escribir versos de este calibre: Bajo la luz quemada, tienen frío los ojos con que buscas estas horas de octubre y su jardín manchado de ginebra. Sí, los ojos y su quehacer exaltados al máximo. Rebuscar, reconocer, descubrir lo desapercibido, incluso lo invisible, de lo que nos rodea.

Por ello, esta invitación de Luis para los niños y niñas inquietas que anhelan escribir y leer poesía: «Lo más importante para cualquier artista es aprender a mirar. La poesía siempre nace de una mirada, porque los versos, las metáforas, los adjetivos precisos, las palabras mágicas, los juegos y los cambios de sentido son una forma especial de ver el mundo».

No tenemos que hacer versos en diminutivo sobre animalitos que beben lechita de un platito en su casita para ir a dormir luego a su camita. No, dice Luis, a los niños no hay que tratarlos como tontos, porque no lo son. Tampoco hay que machacarles con que todo es bonito, lindo, perfecto, armonioso y bello: un poeta infantil así termina por empalagarnos al grado de hacernos salir corriendo al lavamanos para enjuagarnos la boca de tanta azúcar y mermelada. Los poetas que ven todo chiquito, que perciben todo lindo, es porque en realidad no saben ver, porque no escudriñan en mundo y sus máscaras, sus cambios de atuendo y humor. Y vaya que este consejo deberían asumirlo también muchísimos cantantes infantiles que pueblan sus letras de animalitos sosos y diminutivos.

¿Por qué no fijarnos, con nuestra curiosidad avivada por la poesía, por la voz de las cosas y los seres, en los ojos de papá, por ejemplo, cuando nos lleva a la escuela en su carro, tarde como siempre, ojos que bullen al rojo vivo? ¿Están así porque se fue de fiesta, porque el insomnio lo atormenta con el recuerdo puntual de que aún no paga la hipoteca de la casa, porque necesita ir al médico? Rojo como el semáforo que aprovechan esos mismos hombres de trajes tristes, que les quedan grandes o les quedan chicos, siempre los mismos trajes con las mismas corbatas, que corren a la estación de Metrobús porque avistan uno que columbra al fondo de la calle y no quieren perderlo, chapoteando los charcos de agua prieta y sucia que se acumuló, como una piscina liliputense de insomnio, durante la noche, ¿eso habrá sido lo que mantuvo despierto toda la noche a papá, el tiqui tiqui de la lluvia en su ventana de papá soltero? Y, claro, cuando papá tiene los ojos así, es mejor no darle pretextos para que reviente en gritos y regañizas, hoy que amaneció nublado y frío, así que hay que obedecer, no hacer bromas, sólo mirar las hojas rojizas que son alfombra despedazada en las aceras, tropas de otros niños que van apurados a alguna escuela de la que nunca tendrás noticia.

Ver es la llave maestra. Y ya que aprendimos a mirar ese mundo minucioso y repetitivo, habrá que buscar nombres para cada una de las cosas avistadas, buscar parecidos entre ellas y disfrazarlas, volverlas imágenes fragmentadas de un rompecabezas, todo en un juego. Así, aquella otra mañana en la que los ojos de papá, por suerte estaban blancos como la escarcha que cubre el pasto de los camellones, esos que conducen a la escuela, al ver el césped cubierto de pequeñas gotas de agua helada, podemos referirnos a ella como los cristales del invierno sobre la tierra y las flores... Sí, señoras y señores, niñas y niñitas, hemos llegado al reino de las metáforas. Pero no se vaya a creer que la metáfora es sólo una adivinanza, un modo ingenioso de renombrar los objetos y sujetos, sino que «nos explican el estado de ánimo con que miramos al mundo». Los que miran son nuestros ojos, las ventanas de nuestra alma que ora puede estar deprimida, ora feliz. Así, para explicar el estado de nuestra alma, cuando estamos felices podríamos decir las lágrimas del invierno sobre la tierra y las flores. Si alegres: el azúcar del invierno sobre la tierra y las flores. ¿Cariñosos? El algodón del invierno sobre la tierra y las flores. ¿Que estamos pacíficos? La paloma del invierno sobre la tierra y las flores. Y si de plano nos sentimos apocalípticos: el plástico del invierno sobre la tierra y las flores.

Luis García Montero, a continuación, con ejemplos deslumbrantes y finos, botones de la Poesía de la Experiencia, nos abre las puertas para entender la metonimia y la prosopopeya, el paso del tiempo y la palabra como una imagen en sí misma, para al final invitarnos a escudriñan con la mirada y la emoción los poemas y sus formas, para construir nuestras propias e íntimas conclusiones, para alistarnos a leer y escribir poesía, dedicado a aquellos que son niños y no tan niños... inquietos.