Noctámbulos y borrachos: downtown CDMX

Por Gerson Gómez.

Oscuridad y penumbra. La ley de la selva. La supervivencia del veloz.

Muy entrada la madrugada, por la calle de la República de Chile, las pocas voces de una ciudad en reposo. Paredes descascaradas y cortinas de metal abajo. Candados dobles y triples. Alarmas armadas y sincronía con centrales policiacas.

Extraviada la mirada, la brújula de la inteligencia a cuentagotas.

La boca del lobo, las fauces del monstruo en silencio. Apresuro el paso. Maratonista y pitonisa: sálvese quien pueda. Voy derecho y no me quito.

Cualquier puerta abierta el mejor salvoconducto. Vecindades estrechas, prostibularias, callejones de infausta memoria. Taxistas en fuga, aceleran la marcha de los vehículos. Con la luz interior de las cabinas. Surcan las calles sin detenerse.

La cacería de incautos: los trashumantes indoctrinados del alcohol. Tarifas dinámicas de jets automotrices.

Detrás de las paredes, los rostros confundidos observan el concierto de pasos precipitados. En las azoteas, el pabilo de un foco sin consumirse. Un plato con alimento frío y aguardiente.

Misioneros del apañe y de la contradicción moral. Valedores con fusil al hombro: la Unión Tepito, los Coreanos, los Colombianos, CJNG. El rosario de historias lúgubres. Barrio bravo descontrolado. Sangre sobre sangre. Todo se vende. Hasta la vida misma. Impuesto revolucionario, pago de piso.

Viajante entre las venas taponeadas de sus poseedores. Dos encapsulados salvajes, con cascos plateados, recorren en motocicleta deportiva. Se pierden por una de las calles laterales. Seleccionan sobre el adoquinado la próxima estación del apocalipsis. La serpiente de dos ruedas lanza venenosas mordidas.

El caldero de la imaginación delinea el perímetro. Soy la víctima perfecta para sus ambiciones. Cinco bloques extendidos. Los más largos para llegar sin ser ultimado.

Con tan poco dinero en la cartera, vaciada la tarjeta de débito.  La mochila roja en la espalda. El excedente para los ojos estimulados de quienes desconocen su contenido.

La muda de ropa sucia del día. Cuatro libros para evitar el tedio. Un calzón de medio uso. Las playeras del luchador Matemático y Breaking Bad. El traje de baño OP con decorado de flamas en los extremos, el aleccionado a pijama para la dormitar y no hacerlo desnudo, si tiembla no saldrás a la calle mostrando tu humanidad destellante de sobrepeso.

El par de tarros de cristal del Salón Corona y el cargador del teléfono celular. Se hace bulto. Baja el cero y no contiene. Alforjas de un viajante ligero. Temerario y simplificado.

El emperador de los tormentos y la memoria, el cacique azteca del pulque fino exige al inconsciente cubrir el tributo, la promesa cumplidora, la palabra del carnalito, para permitirme llegar al arrecife, al Hotel Florida.

Cábula y carrilludo, pies cansados para placeres lúbricos. Todo el centro de la ciudad de México desprende una niebla ancestral. Sus fantasmas dispares ríen del provinciano asustadizo.

Desde la época colonial los moradores arrojan las aguas negras a las aceras. Eso aspiro en la huida. Doy de bocanadas contaminantes. La podredumbre de todos los siglos. Mierda de animales, de humanos, alimentos pasados y a medio consumir. Descomposición en vida. Concierto acelerado. El pulso desbocado, el corazón puesto para la siguiente puñalada.

Penitencia y soledad. La vista pendiente va susurrando la plegaria. Vuelta en redondo. Salida de emergencia. Letrero en letras grandes: Bienvenidos, Hotel Florida. Tarifa nocturna cuatros cientos pesos. Alivio del recorrido al momento de cerrar la puerta de la habitación 107 primer piso.

Tengo hasta las doce del medio día para entregar. La cama limpia y con sabanas blancas, dos almohadas y cobertor. Por televisión transmiten en repetición la jornada deportiva y de partidos de futbol. Predecible el argumento de cada uno de los protagonistas. Zapping a diestra. Zapping a siniestra. Hasta caer la bolita de la imaginación en el 13 rojo. Cierro las pesadas cortinas. La completa noche de la zozobra.

En la pantalla, un anuncio advierte sobre el carácter ficticio de la siguiente producción: el testimonio de la madrastra intimando con su hijastro, en el canal TEN, son las últimas escenas.

Me voy quedando lentamente dormido, desprovisto de rencor y éxtasis. Mi rictus de asombro y temor sometido al capricho de la capital se contiene. Se vuelve lento, acompasado, frente a los movimientos frenéticos de los cuerpos y sus plegarias divinas, orgásmicas, por televisión.