Atrapados entre la “posverdad” y el “poscuícuiri”

Los sabios advirtieron sobre una época donde los hechos objetivos influirían menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a las creencias personales.

El subjetivismo, relativismo y egoísmo dirigirían la toma de decisiones de la población (educada o no, daría lo mismo), vaticinaron una y otra vez los antiguos ilustrados. Esa era llegó, quizá antes de lo previsto. El Diccionario Oxford la llamó “posverdad” (en realidad la plasmó como post-truth, pero ya sabes, la bendita obligación moral de traducir).

La “posverdad” afecta a todos, en mayor o menor medida. Por ejemplo, para no perdernos en la multiplicidad de universos, tomaremos al periodismo mexicano como muestra; mejor aún: a las redes sociales y su impacto en las decisiones de la judicatura federal.

Si tomamos como medida la opinión que Umberto Eco tenía sobre los usuarios (creadores de opinión y/o tendencias) de las redes sociales (“legiones de idiotas que primero hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Ellos eran silenciados rápidamente y ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los idiotas”), entonces suspender a un juez por la presión viral no es una decisión muy defendible.

Y no es que justifique o comprenda la acción del Consejo de la Judicatura Federal pero, seamos sinceros, ¿quién tiene la culpa al final (tanto de la contratación del juez como de ceder ante la presión viral)? ¿El indio o el que lo hace compadre?

Además, si a todo lo anterior agregamos que la definición de periodista es, por decirlo de alguna manera políticamente correcta, muy amplia en la Ciudad de México (artículo 2o de la Ley del Secreto Profesional del Periodista del Distrito Federal), ya sólo me resta esperar que por el hecho de cargar un estetoscopio me digan médico o que por usar un metro me llamen ingeniero. Ya sabes, aquí todo puede pasar, atrapados entre la “posverdad” global y el “poscuícuiri” mexicano.