Entendimiento, una maldita broma

“El Homo Sapiens debe todo su saber y progreso a la capacidad de abstracción. Se entiende que las palabras que articulan el lenguaje humano son símbolos que evocan también ‘representaciones’, es decir, que devuelven a la mente imágenes de cosas visibles y que hemos visto. Pero sólo sucede con los nombres propios y con las palabras concretas”, expresó Giovanni Sartori al reflexionar sobre el “bípedo implume”.

Mucha razón en su líneas, pues la mayoría de -por no decir casi todo– nuestro vocabulario “cognoscitivo y teórico consiste en palabras abstractas”, cuyo significado no puede reconducirse ni traducirse en imágenes; me refiero a entidades construidas por nuestra mente.

Sartori decía que “los llamados primitivos lo son porque en su lenguaje priman las palabras concretas, en tanto que los pueblos avanzados lo son porque han adquirido un lenguaje abstracto. Un lenguaje de construcción lógica que permite el conocimiento analítico-científico”.

El profesor italiano aseguraba que “todo el saber del Homo Sapiens se desarrolla en la esfera de un mundo intelligibilis (de conceptos y de constructos mentales) que no es en modo alguno percibido por nuestros sentidos. La televisión y el mundo del internet producen imágenes y borran conceptos, pero así atrofian [entorpecen] nuestra capacidad de entender”.

Y quizás la anterior sea una de las razones por las cuales las generaciones actuales ya no tienen muy claro la distinción que Max Weber hizo sobre la “ética de la intención” y la “ética de la responsabilidad”. La primera persigue el bien (tal como lo ve) y no tiene en cuenta las consecuencias. Aunque el mundo se hunda, la buena intención es lo único que vale.

La ética de la responsabilidad, en cambio, toma las consecuencias de las acciones. Si son perjudiciales, debemos abstenernos de actuar. La maldita broma es que la moralidad debe contemplar ambas características y, como constructo mental que es, su entendimiento sólo es posible a partir del lenguaje abstracto.