Lo leí en Círculo de Poesía

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Tremor en la palabra: apuntes sobre Las correspondencias de Alí Calderón

Por Ethel Barja

¿Por qué hay palabra y no mutismo? ¿Por qué algo requiere una respuesta y la recibe? Alí Calderón explora estas preguntas con una indagación en los intrincados mecanismos de la convergencia de personas, geografías y tiempos en la palabra poética. En su libro Las correspondencias los sucesos, lugares y sus gentes son la materia que activa y resignifica la memoria y la imaginación. Este intercambio dinámico hace de este libro una muestra irrefutable de que la soledad del poeta es siempre aparente, acaso sólo un intervalo en la circulación de materia, sentido y emoción.

El bosque de símbolos baudelairiano es el rostro no religioso de un mundo pleno al alcance del poeta; es decir, es el lugar donde los misterios del lenguaje operan según un misticismo profano. Calderón se acerca a esa problemática estética-espiritual en el primer poema “Constantinopla [San Salvador en Chora]”. Se evoca una iglesia bizantina del siglo IV, es un templo vacío y desgastado, cuyos ladrillos y piedras en su interior hacen que el yo recuerde unos versos: “Mi padre contestó—«es sólo el decorado; / la escultura eres tú»— y me señaló el pecho” (14). Sucede algo similar al efecto que Martin Heidegger señala respecto a un templo griego: “Erguido ahí, el edificio reposa en un suelo rocoso. Su asentamiento extrae de la roca el misterio del soporte torpe aunque espontáneo. Ahí el edificio sujeta su terreno contra la tormenta que va furiosa sobre él y así primero la tormenta se hace manifiesta en su violencia. El brillo y resplandor de la piedra que aunque aparentemente brilla por el sol, trae antes a la luz la luz del día, el aliento del cielo, la oscuridad de la noche” (42, énfasis mío). En otras palabras, el templo es lugar de la visión de una dimensión esencial de las cosas, y puede identificarse con aquel espacio que permite la lúcida revelación de lo que interactúa con su estructura. Por su parte, también el templo del poema “Constatinopla [San Salvador en Chora]” es la arquitectura ahuecada y envejecida que permite al yo descubrir su identidad como “escultura”: como el resultado de un hacer creativo, un ser de palabras. Por su parte, el templo aparentemente vacío se revela como un templo permeado de relaciones que cruzan su presencia. En su materia, el yo poético no percibe a Dios, sino una memoria forjada en la poesía.

Las correspondencias como las planteara Baudelaire colocan al poeta como eje hermenéutico, interlocutor e intérprete de símbolos. Por eso mientras más del bosque pueda atestiguar posee más posibilidades de transportar al espíritu y a los sentidos. He ahí la razón cosmopolita de este

libro que se desplazada por Sarajevo o Buenos Aires con minuciosa atención. Los poemas se hacen narrativos o líricos y la dicción se modula entre un español moderno o arcaizante en función de la mejor vía para transmitir por qué un lugar le habla al poeta, y por qué este lo hace parte de su itinerario.

Porque en sentido estricto nunca nada

fue tan todo jamás sino en mi ausencia

nunca ocupé el espacio

estuve siempre fuera

de lugar necrosado a la vista de la gente

en mí no hay nada mío

sólo descort y sombra y un crujido

que en oscur me perfuma de aspereza

un quebrar de cristales tras el pecho

que degrada mi condición de nadie

Estar afuera, en la exterioridad del bosque de símbolos que es el mundo, fuera de la palabra y, en suma, de la correspondencia, es vaciarse. Es quedarse en los extramuros del diálogo del existir con otros:

Y entonces desespero: me olvida la memoria de las cosas

soy lentas negras lágrimas y sangre

soy mácula y desprecio encabronamiento oprovio

y la ceguera soy la rabia contenida inoculada

Nada fui sino muerte entre las manos

Nunca podré colmar este silencio (48)

¿Qué sucede cuando la materia que nos rodeaba ya no tiene nuestras huellas? o estamos destruidos o nuestra presencia es la menos invasiva posible, o es convivir con el bosque de símbolos y no poder aceptar que el yo debe renunciar a sí mismo para saber encontrar el claro en la foresta. Entonces, el yo manipula y niega la necesaria muerte de su ego, se aferra a la primacía del yo, no sabe entrar en la memoria de las cosas. Pero si todo lo contrario fuera cierto, si el yo aprendiera de alteridad; entonces, exploraría su debilidad material y lingüística, y quedaría a solas con su balbuceo de experiencia:

Si acorro verdadero y tralla

es al tiempo pavor y desgargante

y ver andar oír un calmo y turbio

deshacerse si nada

si apenas restan cardos

y el temblor de los árboles al viento

si sólo

sístole y fatiga fueran

algo más: perseguir la sombra

y sin embargo corta

ventura y al amparo

de la mínima luz

y el apagarse de candelas

basta

una fragilidad

tras otra y el derrumbe

un acaso tremor en la palabra

que a hurto casi encájase en la carne

Sean

la ruina lenta

los cabos malos y el quebranto

siempre

excesivos y ornados en muñones

Se aquí resiste

en oscur y leves teas

y rotas delante (38)

La dicción y contención emocional recuerdan al Vallejo de Trilce, pero ¿qué conforma la especificidad de la poética de Calderón? Harold Bloom explica que él percibe dos actitudes frente al lenguaje en la poesía. Hay poetas que se inclinan hacia una teoría mágica, que cree que en el lenguaje encontrará algún tipo de revelación y, por otro lado, hay quienes se inclinan hacia un nihilismo lingüístico y creen que porque está vaciado de sentido hay que deshacer la comprensión, deconstruirla (277). El verso “Nunca podré colmar este silencio” del poema anterior puede indicar una visión metafísica de la poesía en la que se indica su presencia trascendente e inasible que negaría ambas posiciones descritas por Bloom. Sin embargo, una visión de esa naturaleza dista de la poética de Calderón, más cercano a un reino intermedio entre la materia y el espíritu que Carl Jung define, y cuya referencia aparece como epígrafe: “un reino psíquico de cuerpos sutiles que tenían la propiedad de manifestarse tanto espiritual como materialmente”. Calderón perturba el lenguaje de la cotidianidad: “Si acorro verdadero y tralla/ es al tiempo pavor y desgargante/ y ver andar oír un calmo y turbio”, pero no lo hace para mostrarlo como un vacío y mero juego de lenguaje, tampoco apela a su ser pleno de revelaciones. Su postura es más inmanente, Calderón convoca los cuerpos de la naturaleza en el poema, hace un llamado a su estremecimiento a través del lenguaje. El poema cumple la misma función que el templo del primer poema, lograr que las palabras y las cosas converjan y que su memoria sostenga sutilmente al poeta y sus sensaciones frente al mundo:

deshacerse si nada

si apenas restan cardos

y el temblor de los árboles al viento

si sólo

sístole y fatiga fueran

algo más: perseguir la sombra

y sin embargo corta

ventura y al amparo

de la mínima luz

y el apagarse de candelas

basta

una fragilidad

tras otra y el derrumbe

un acaso tremor en la palabra

que a hurto casi encájase en la carne

El poema es un espacio de correspondencias, de la puesta en marcha de un encuentro. Como dijera Philippe Lacoue-Labarthe: El poema quiere alcanzar lo otro…Lo busca fuera y lo confronta. Se convierte en un diálogo que es siempre desesperado” (413):

El poema:

presagio y desolación (53)

El poema se proyecta, es lucidez, al mismo tiempo que es donde se aprende que las certidumbres son escazas, y por eso es también lugar de desamparo. En él convergen preguntas metafísicas como en los lugares religiosos, pero convoca más preguntas que respuestas. Este lugar paradójico cobra sentido porque no se visita a solas. A él acude la comunidad y en él se vierte presagio y desolación colectiva. La piedra del templo del primer poema hace eco en la última sección del libro “Piedra de sacrificio”. El poema es el lugar ritual donde oficia el poeta, donde se invoca el pálpito de los objetos nobles: “Estar sentado en una mesa/ y que la superficie agriete frente a mí”(53), la crueldad: “abren la bolsa negra/ el hedor el moho en la carne/ una recién nacida” (67), antiguos sacrificios mesoamericanos: “Tomában los cinco/ por las piernas dos por los brazos/ uno más por la cabeza y otro postema y landre/ rajábales/ con ambas manos pedernal a modo de

lanzón los pechos” (69), pero como en los rituales también hay alegría porque el yo es un resultado de la experiencia en compañía de otros: “Este convento lo fundó Motolinia. Hay serpientes indígenas labradas en piedra. En una foto estamos Mario, Jorge y yo bajo los soportales” (73). Por esa razón el poemario Las correspondencias hace visible que el poeta ejerce su oficio más allá de la soledad. La compañía es la impresión del mundo, sus conmociones, sus espacios, así estén aparentemente vacíos, también los interlocutores conocidos (amigos, familiares) y desconocidos (lectores, personas que ya no recordamos) que son el eco en el bosque con el que se cruza la voz del poeta, donde se sumerge, donde se reorienta, donde se hace algo más que ruido.

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