Llueven veintes

Por David Jáuregui

En busca de un teléfono público, los pasos presurosos de una persona cualquiera claquean sobre las baldosas. Tap, tap, tap. Le urge llegar a algún lado que ojalá sea casa, para lo que necesita hacer una llamada. Se aleja de los cuerpos que van en su dirección, los cuales no hacen esfuerzos por airear el espacio que comparten poco tiempo. Sigue avanzando: tap, tap, tap. 

La lluvia debía aparecer en cualquier momento. Ve en una esquina una pequeña cabina de teléfono público con una sorpresa que pronto se transforma en asco: donde hubo botones de marcación, caja metálica, cable y auricular, solo quedan remanentes de metales robados, un plato de unicel y una “coca de piña”. 

Comienza la llovizna: tip, tip, tip, se ríe. El siguiente conato es más fructífero. Un teléfono antiquísimo pende de una pared de colores descontinuados. Es una caja naranja y un disco y un teléfono gris, colores también pálidos. ¿Veinte centavos?, se pregunta cuando lee la plaquita amarilla. Le sorprende que sea tan barato. 

Primero agradece el módico precio, pero luego le cae el veinte de que la verdadera incógnita es por qué le piden una moneda de veinte centavos, si nada cuesta eso desde hace años. Tras esta epifanía, se rinde: no puede pagar una cantidad tan diminuta. Tip, tip, tip, ríe la llovizna.  https://ipstori.com/munchip/21
 

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