Con el PIB no se metan

Por Víctor H. Zamora

Seguramente muchos de mis amigos y conocidos, además por supuesto de mi familia y mis dos lectores (honor a Don Armando Fuentes Aguirre), me van a estigmatizar por el contenido de este artículo, pero siento una imperante necesidad de manifestar mi total acuerdo con Don Andrés Manuel respecto a sus recientes dichos respecto al PIB, a su llamado a poner lo espiritual por encima de lo material y a moderar un poco la voracidad y el consumismo en aras de una suficiencia digna. Con su debido matiz, por supuesto.

Gran escozor causó con sus declaraciones en los puristas del tecnicismo, principalmente por el replanteo de los macroeconómicos fundamentales, casi al grito de “con el PIB no te metas”. Y debo confesar que, en mi formación de economista, mi primera reacción al escuchar su propuesta acerca del PIB fue de burla e indignación, al analizar sus dichos desde la perspectiva económica tradicional, básica, olvidando que su mensaje es para una audiencia muy concreta que nada tiene que ver con los tecnicismos. Siempre hay que leer entre líneas sus declaraciones y tratar de encontrar el fondo del mensaje.

El crecimiento del PIB ha sido una obsesión para todos los gobiernos del mundo y el PIB per cápita es un indicador muy engañoso de la riqueza, pero muchas veces suele equipararse, erróneamente, con el nivel de bienestar de la población. En el entendimiento básico de gran parte de la sociedad y de la prensa no especializada (y a veces hasta la especializada), se apela a estos indicadores para medir el éxito o fracaso de un gobierno, y en consecuencia en el debate político priva este criterio como uno de los más importantes para la defensa o el ataque a alguna administración en particular.

Hay que tener claridad de que la medición del PIB así como otros indicadores macroeconómicos fundamentales, no va a desaparecer de la faz de la tierra, ni puede dejar de ser utilizado entre los muchos indicadores de la situación económica de un país, porque además hay otros indicadores orientados a medir el bienestar, el desarrollo, la equidad en la distribución del ingreso, la pobreza en sus diversos grados, etc. Pero siendo conscientes del objetivo de los mensajes obradoristas, me parece claro que en el fondo no está planteando tal extremo, sino más bien abogando por un enfoque primordialmente social, o para algunos populista.

Muchos dirán que fue muy claro al decir que ya no se debe usar el término crecimiento, sino desarrollo, ya no hablar de PIB sino de bienestar, y ya no enfocarse en lo material sino en lo espiritual, acusándolo de ignorancia, maniqueísmo y de recurrir a burdas argucias para evadir una realidad en la que los números no le favorecen.

Pero en su discurso remata con una frase popular con la que llama a no dejarse engañar por el progreso, pues mientras unos cosechan la mayor parte de los frutos del crecimiento económico, la mayoría de la población sigue sumida en la pobreza y la desigualdad. Sin duda esta es la clave, el punto central de sus declaraciones y en el que coincido a plenitud con él.

Es inocente pensar que un crecimiento económico bajo implica pérdidas para el sector productivo, pero además hay que estar claros de que el Presidente no está planteando ir en contra del PIB y su crecimiento, sino enfocarse en otros factores de evaluación.

Muchos me acusarán de que los “hubiera” son meras especulaciones, pero la historia registra etapas ilustrativas que confirman el siguiente escenario: Supongamos que la actual administración hubiera sido encabezada por otro personaje, que no existiera el factor pandemia, que hubieran desaparecido las numerosas distorsiones en nuestra economía y que además se hubieran alineado los astros en favor de nuestro país, y todo esto propiciara que el PIB nacional creciera a dos dígitos, con el consecuente y feliz incremento del PIB per cápita. Aún así, el nivel de bienestar de la sociedad mexicana permanecería sin gran cambio en los sectores más desfavorecidos. Los pobres seguirían siendo pobres por diversas razones, entre ellas porque son una clientela política muy rentable y porque carecen de las competencias necesarias para acceder a empleos mejor remunerados.

Adicionalmente, es innegable que la mayor aportación de los agentes económicos al presupuesto público, implica también una mayor necesidad de recursos para políticas y programas que ayuden a preservar el ambiente propicio para el estatus quo, por lo que una expansión mayor no necesariamente implica una intensificación de las políticas sociales, y mucho menos una mayor eficacia de estas. Que hay más posibilidad para ello es cierto, pero aun concediendo que haya de hecho una mayor transferencia de recursos a políticas sociales así como más empleos, no preveo que sea con la suficiente cuantía y profundidad para abatir el rezago social en los sectores más vulnerables, es decir con la intensidad ideal para lograr la movilidad social a estratos socioeconómicos mayores, o por lo menos al decil de ingresos inmediato superior.

Por otra parte, la correlación de poderes no daría margen para conceder a la política social la prioridad requerida para garantizar un reequilibrio social sostenible en el largo plazo. Como lo enseña la historia, si bien todo gobierno ha impulsado políticas y programas sociales, con sus respectivos indicadores de desarrollo social, y han puesto gran énfasis en la generación de empleo, también es cierto que los mayores esfuerzos han estado enfocados en preservar la configuración de fuerzas político-económicas, que garanticen el funcionamiento del sistema bajo el estatus quo, si acaso con una sustitución de protagonistas y reordenamiento de protagonismos.

Pensemos por un momento en las élites políticas y económicas. Son familias que mantienen su presencia prácticamente ininterrumpida desde antes de la revolución de 1910. Descendientes de familias ya posicionadas en aquel entonces, herederos de poderes y de fortunas, algunos con mayor protagonismo que otros en diversas etapas, pero que mantienen su presencia, activismo y control en las decisiones más importantes del país y de los estados, ya sea directa o indirectamente. Para ellos no hay incentivos a romper el equilibrio del sistema, salvo que sea para encontrar un nuevo equilibrio donde las cosas cambien para que todo siga igual. Evidentemente están más preocupados por el crecimiento económico que por la redistribución del ingreso.

En tales circunstancias, para lograr romper la resistencia a la transformación y transitar a un nuevo estadio en el que la prioridad sea el equilibrio social, es preciso contar con un liderazgo disruptivo, insolente y casi sordo a esas históricas voces monopólicas de la agenda pública. Es por ello que la estrategia de choque sostenida por Andrés Manuel por tantos años, finalmente encontró el empuje y las condiciones necesarias para tirar las piezas del tablero e iniciar una nueva partida, con nuevas reglas de juego que en ocasiones parecen alinearse con el estatus quo, pero que generalmente chocan con él y con los intereses de las redes de poder tradicionales.

Es importante aclarar que ese movimiento no significó la llegada de una nueva generación de políticos, que haga pensar en la renovación de la camada de líderes nacionales y brinde certidumbre sobre un verdadero y positivo cambio. Al contrario, el pretendido cambio está siendo encabezado por personajes de larga trayectoria en los quehaceres políticos, pero irónicamente también en los vicios, el desprestigio y la participación en las redes de poder tradicionales. De ahí que la fuerza moral que tanto se ha pretendido endilgar al nuevo gobierno, genera grandes y fundadas dudas sobre su legitimidad y verdadero propósito.

Pero volviendo al punto y sin entrar en la discusión sobre la legitimidad y credibilidad de la postura presidencial, vuelvo a aplaudir la pertinencia de su discurso. Como ya mencionamos, el crecimiento del PIB, sea del 2, 5, 10 ó 20%, nos remite a pensar en progreso y esperanza para todos, sin embargo como ya lo mencioné, las inequidades y desigualdades para los sectores más necesitados prevalecerán, si no es que inclusive podrían acentuarse.

Coincido en que los criterios de evaluación de los gobiernos actuales, más que centrarse en el crecimiento económico, deben poner un total énfasis en el bienestar y la calidad de vida que procure para su gente. Por supuesto, el crecimiento económico es una condición muy deseable pero no es una garantía para lograr un mayor bienestar general. Inclusive, una política óptima de redistribución de ingresos puede propiciar un mayor bienestar general aún en condiciones de bajo crecimiento, caeteris paribus, que incluso puede ser sostenible en el largo plazo si hay un equilibrio entre los efectos redistributivos y la contención de distorsiones graves.

Más aún, sostengo que es más probable que una redistribución forzada del ingreso se convierta en un impulso natural del crecimiento económico en un horizonte de largo plazo, que pensar en que la equidad devenga como consecuencia natural del crecimiento económico aún en el largo plazo. Es decir, la equidad es indispensable para iniciar un círculo virtuoso en el bienestar general, no así el crecimiento, pero este llegará como consecuencia de una mayor equidad.

Reitero que, por supuesto, esto es posible sí y sólo si las políticas públicas correspondientes se construyen bajo el adecuado andamiaje institucional y con una visión holística de todos los factores y agentes relacionados, con lo que quiero decir que volcar todos los esfuerzos a disminuir la desigualdad a costa del crecimiento económico no es eficiente ni sostenible, por lo que debe haber armonía entre las políticas sociales redistributivas, y las acciones para garantizar la actividad y el crecimiento económico.

Como sea, el punto es que la gente de los sectores más desfavorecidos no reduce o incrementa su felicidad o bienestar de manera directa si el PIB crece o decrece, sino más bien si sus circunstancias mejoran o empeoran, lo que depende mayormente de su contexto social y familiar, y de que cuente con los recursos suficientes para alimentarse, esparcirse y vivir dignamente.

No tengo duda de que la clave del desarrollo económico está en el consumo interno, en la demanda agregada, por ello debe armonizarse lo macro con lo micro. Si la sociedad, incluyendo los sectores marginados, cuenta con los recursos suficientes para llevar una vida digna, donde todos y cada uno tengan la capacidad económica para obtener los satisfactores básicos, además de otros bienes y servicios complementarios para “mover el dinero”, habrá las condiciones para lograr un mayor bienestar e individuos más felices y con mejor calidad de vida. Pero además se convertiría en un factor garante del crecimiento sustentado en factores de mayor control, con menor vulnerabilidad a choques relacionados con la demanda externa, posibilitando así un círculo virtuoso de consumo-bienestar-crecimiento económico.

La clave está en cómo pretende alcanzar ese círculo virtuoso. Si ello es a través de dádivas sociales pero con medidas duras y restrictivas para la actividad económica, los resultados serán desastrosos. Se podrá abatir la desigualdad pero en el sentido contrario al deseado, es decir disminuyendo el bienestar de todos, incluyendo y aún en mayor grado los sectores ya de por sí desfavorecidos, en lugar de incrementar el bienestar general e impulsar la movilidad social hacia niveles socioeconómicos mayores.

Por otra parte, efectiva y tristemente, se ha adoctrinado al ser humano en el consumismo a tal grado que nada resulta suficiente, siempre queremos más y mejores cosas, y hay una tendencia enfermiza en todos los sectores sociales a competir con el de al lado para ver quien tiene más. Aunque el mensajero sea el menos calificado para ello, el llamado en este sentido es pertinente, pues este tipo de comportamiento juega en contra de la salud física y mental de la gente. Esta discusión pasa ya por el terreno filosófico, emocional e individual, más que público, lo que hace cuestionable que el Presidente se entremeta en estos temas. Sin embargo no por ello pierde validez el llamado, y de encontrar eco en la sociedad, acompañado de políticas públicas óptimas para una mejor distribución del ingreso, y para garantizar ambientes óptimos de desarrollo social, cabe sostener la esperanza de un mejor país en el futuro.

Así, no podemos dejar de mencionar que la felicidad del ser humano no se circunscribe exclusivamente al aspecto económico, sino que también tiene un peso importantísimo el ambiente en el que se desenvuelve el individuo. El núcleo familiar y el contexto social son determinantes. La inseguridad, la violencia intrafamiliar, la violencia en la calle, el acoso escolar, la discriminación, la desintegración familiar, la falta de tiempo de calidad para si y los suyos, etc., son factores determinantes que pueden socavar la felicidad de ricos y pobres. En ello es donde más nos han quedado a deber este y todos los gobiernos, y creo que son estos factores los que deben constituir el verdadero punto de partida de una política orientada a mejorar el bienestar de la gente, antes de emprender una batalla con los empresarios y el crecimiento económico, que lejos de ser sus enemigos pueden y deben ser sus mejores aliados.

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