El intento de entrevista a Alejandro Marcovich

Por Carlos Meraz

El periodismo no es únicamente cubrir la vorágine de eventos del día, esencialmente es hacer una propia agenda, es decir, buscar y proponer lo que ningún medio tiene en su radar informativo. Así concibo a este oficio.

Todo esto viene al caso porque en el ejercicio de esta idea de la profesión contacté a un personaje del ámbito musical para solicitarle una entrevista conceptual, basada en el Cuestionario de Proust —con preguntas diferentes cuyas respuestas ofrecen un retrato hablado del sujeto en turno—, con algunas de mi autoría y claro con otras alusivas a su obra más reciente.

El artista contactado fue el argentino Alejandro Marcovich, otrora guitarrista de la banda mexicana de rock Caifanes, quien fuera expulsado y estigmatizado como el culpable de la disolución, en una estrategia orquestada por la mánager del grupo, Marusa Reyes, para dejar a su antípoda Saúl Hernández como el bueno del cuento. En ese entonces, 1995, la representante censuró a todo aquel que osara entrevistarlo, algo que hice y lo repetiría con gusto, y no por él, sino por conocer la visión no oficial y disidente de la ruptura de la alineación en el cenit de su carrera con el álbum El nervio del volcán, cuyo sonido indudablemente está fincado en su guitarra Ibanez.

Su calidad como instrumentista es inobjetable, pero su concepción del ejercicio periodístico es, por no decir decepcionante, ridícula, pues al invitarlo a ser parte de una amplia charla para la edición impresa de esta casa editorial y su versión digital, con una parte grabada en video, una inexplicable desconfianza salió a flote y me condicionó su aceptación siempre y cuando él tuviese los derechos de la entrevista.

La petición se hizo por el chat de Facebook, donde le expliqué detalladamente qué era el susodicho test de Marcel Proust y hasta le ejemplifiqué algunas preguntas, pero mi paciencia se agotó cuando me soltó: “Sería cosa de ponernos de acuerdo... siempre y cuando resolvamos detalles de derechos”.

— ¿Derechos? Pero si sólo es una entrevista periodística— repliqué sin dar crédito a lo que leía, ya que en cerca de 30 años en el medio ni Mick Jagger o David Bowie siquiera me insinuaron que las entrevistas estarían supeditadas a un convenio por escrito.

— Es contenido monetizable. Así nos han puesto las cosas hoy en día. Todos quieren contenidos. Si te soy franco, ya no sé qué hacer al respecto. Lo único que se me ocurre es tener derechos sobre la entrevista, para publicarla como quiera más adelante— argumentó Marcovich. 

— Entiendo y sé por dónde va el asunto. Pero no todos los periodistas y medios somos como Saúl y Marusa. Y te consta que nunca he inventado nada, incluso difundí información que te favorecía y no soy abogado tuyo ni de nadie— reclamé.

De inmediato pensé, pues qué tipo de información tan valiosa me proporcionaría para exigirme un contrato de cesión de derechos... ¿El paradero de Ismael El Mayo Zambada?, ¿La fecha del fin del mundo? o ya de menos ¿El número de la serie ganadora del próximo sorteo de la Lotería Nacional?

Así como el músico es dueño de sus canciones, el periodista lo es de sus textos.

“Soy periodista, no mercader. Busco a quien quiera hacer periodismo, no negocios. Soy un reportero libre y no firmo un documento por una entrevista ni al Papa. Yo decido a quién y cómo lo entrevisto. El entrevistado lo acepta o lo rechaza, pero sin condiciones. Tú haces la música y yo hago el periodismo, así de simple”, sentencié para rematar con “mejor, olvida la entrevista”. 

Una frase que se le atribuye a George Orwell, pero que en realidad es una derivación de una máxima del poderoso magnate de medios e inspiración para el filme Citizen Kane, William Randolph Hearst, resume la entrevista que no fue: “Periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques. Todo lo demás son relaciones públicas”.

Lo que hay que leer.

 

Alejandro Marcovich