Ser mexicano

“Cada año, el 15 de septiembre a las once de la noche, en todas las plazas de México celebramos la fiesta del Grito; y una multitud enardecida efectivamente grita por espacio de una hora, quizá para callar mejor el resto del año”, Octavio Paz, en “El laberinto de la soledad”.

Por Carlos Meraz

En el apartado Todos Santos, Día de muertos, parte del libro El laberinto de la soledad, notable ensayo de Octavio Paz, aparece la frase del epígrafe de este modesto texto, pero algún mentecato oportunista, desde el anonimato de las redes sociales la viralizó y hasta se atrevió a alterarla en su inicio agregando de su pobre cosecha el “¡Pobres mexicanos!”, algo demasiado básico y burdo para creerse parte de un pensamiento tan complejo y profundo como el del desaparecido autor mexicano y premio Nobel de Literatura en 1990.

Septiembre no sólo es el mes patrio que, desde 1810 nos recuerda a todos los mexicanos que con un grito, siempre desde las entrañas del corazón y la mente, será el principio del precio de la libertad sumida en el silencio impuesto por el opresor; también es el mes de sucesos más recientes que redefinieron lo que es ser un mexicano moderno y modelo, cuando en 1985 y 2017 los terremotos sacudieron algo más que nuestra tierra, destruyeron edificios y arrebataron la vida de miles de personas, pero también ratificaron que ante la tragedia somos indestructibles, solidarios y proactivos.

Por qué siempre tenemos que enfrentar un drama sismológico para sacar lo mejor de nosotros y unirnos como pueblo, mientras el resto del año nos mantenemos en conflicto y en la constante división. Y eso no es exclusivo de esta época de polarización, es una desgracia nacional antiquísima de una nación clasista, soberbia y de memoria a corto plazo.

Esas tribus en boga de chairos y fifís, son estereotipos que han existido con otros rótulos desde la Colonia, y que poco ayudan para lograr una urgente unidad nacional ante un mundo decadente, y quien piense lo contrario solo analice la clase de gobernantes que en la actualidad poseen países como Estados Unidos, Brasil o Reino Unido, acéfalos totalitarios cuyas “brillantes” políticas económicas ponen en jaque no solo a sus naciones sino a las regiones que los rodean. Hace 20 años mandatarios como Donald Trump, Jair Bolsonaro o Boris Johnson, no hubieran siquiera alcanzado una curul en sus respectivos Congresos, hoy son aspirantes a “líderes”, con tanto carisma y reputación global a través de sus políticas fascistas y una necedad que añoraría cualquier párvulo caprichoso.

En esta era donde manda la estupidez, prevalece la intolerancia y se impone la violencia, debiera salir a flote no sólo el grito de nobles afanes libertarios, sino con todo ese invaluable bagaje cultural de generaciones de libres pensadores cuyo legado permanece en los libros de historia y no en la memoria colectiva de una población presa de la procrastinación.

Este país no es cualquier nación, somos un pueblo de dioses, con una cultura milenaria que mantenemos enterrada, pero ahí está y en algunas ocasiones rompe tierra y cemento para sacar a flote su orgullo, recordándonos que somos guerreros, de una extraña casta que lucha contra la adversidad y no contra el otro, el semejante que, nos guste o no, también tienen mucho de nosotros, sea rico o pobre. Ver la vida por castas no enaltece y mucho menos enriquece el espíritu, al contrario lo hace mezquino y paupérrimo. Vivimos otros tiempos que pueden ser de conciliación y concordia, o de confrontación y desunión. Es sólo escoger, pero la opción siempre dirá mucho de lo que somos y de lo queremos llegar a ser.

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