El corazón de la caperucita

Por Lina Suso/Paulina Villasuso Villalobos

No supe cuando se me endureció el corazón, pero tengo unos recuerdos bien presentes en la cabeza que más o menos andan poniéndole fecha.

Fue en el último verano de San Felipe, me parece, cuando la familia Villalpando le regaló a mi papá su primer tractor para cuidar sus tierras y sus vacas, las tierras y las vacas de ellos. Mi papá siempre había sido lechero: la fábrica familiar quebró porque el gobierno hizo de las suyas, así decía él, que el gobierno hacía de las suyas sin ton ni son y se pasaba a sus campesinos por donde mejor le gustaba. De tan rabioso que andaba se fue a la capital a armar revuelta, gritaba con sus compas lecheros, lo acompañó el Pepe, Jacinto y Don Alfonso, pero no pudieron hacer mucho, llegó una empresota que dijo que no se iba poder y que se rascaran con sus propias pulgas. Fue todo lo que supe yo, pero lo supe después de varios años, cuando ya andaba maciza pa entender esas cosas de las que habla la gente adulta.

Cuando a mi papá le pasó eso, todavía yo tenía un corazón blandito blandito. Me acuerdo que mi papá lloró una semana completa por sus vacas, yo lo acompañaba bien callada por el lado, luego nos íbamos a la meseta del fondo del rancho y nos recostábamos a ver las nubes. El virolo nos acompañaba también, ese perro fue el único que no mató mi papá; siempre que oía aullidos corría pa fuera con el rifle pa mandar pa otro lado a los perros que siempre se querían andar comiendo las panzas de las vacas.

Ya que mi papá vio que nomás no se iba a armar con sus pocas vacas, decidió venderlas y con eso armar para una humilde casa en la ciudad. Me dejó a mí y a mi madre abandonadotas y se puso a chambear pa los Villalpando que lo querían bastante porque sí sabía cómo hablarle a la tierra y a las vacas pa que se hiciera la siembra y la leche. Por eso ya no iba más que los veranos a San Felipe, porque nosotras andábamos en la ciudad, mi papá en San Felipe y sólo había un carro. 

Ese verano anduvo muy elogioso Don Alfonso con mi padre, Don Alfonso Villalpando que era amigo de mi padre y fue el único que aguantó bara con las chanchullas del gobierno. Se veía que lo quería harto a mi padre porque le ofreció el tractor, unas botas, su propia casa en el rancho y mi educación. “Ah, qué buen esposo me cargo” decía mi madre una y otra vez en frente de Don Alfonso; ese día fue un día muy a gusto para todos, andábamos a la baile y baile y yo me acuerdo de que mi corazón seguía blando. 

Al día siguiente mi mamá se fue a hacer unos mandados que le había pedido la señora Rosa que era esposa de Don Alfonso y mi papá andaba echando el ojo de la mañana a los trabajadores. Así que me pasé por el jardín principal y Don Alfonso me dejó pasar a su biblioteca para que escogiera unos libros que él mismo me leería. Leímos ese día el de Los Tres Cochinitos, Ricitos de Oro, y creo que el de La Caperucita, seguro sí, porque desde ese día me llamaba Caperucita para esto y Caperucita para el otro Don Alfonso. 

Fue un día de mucha lluvia que Don Alfonso me pidió acompañarlo a la tienda de la señora Rita, me dijo “Caperucita, alístate que vamos a dar un paseo” y yo me puse las botas y me agarré de su mano. Me compró unas paletas y me dijo que, si me portaba bien durante el camino, me daría también el refresco que había comprado para él. 

Ya llegando al rancho, nos esperamos en el Pirul de la entrada a que pasara la lluvia pa que la camioneta no se embarrara y se estancara en el lodo. Don Alfonso me preguntó por unos raspones que traía en la rodilla, me dijo “Caperucita, en dónde te andas metiendo que te pegas en esas piernitas” y me mandó un beso al aire y me sobó las costras, pero luego me sobó ya bastante más y yo sentía que me volvían a doler; yo le dije que ya no lo hiciera y se detuvo, pero me dijo que me iba a sobar arribita para que no me doliera tampoco, yo le dije que no me dolía, pero a él no le importó y empezó a la sóbele y sóbele. Ya que yo sentí que mis pechos andaban calientes por sus manotas, me salí corriendo con todo y la lluvia a decirle a mi mamá que Don Alfonso andaba haciendo unas cosas de hombres; cuando yo apenas le dije todo a mi mamá, llegó mi papá y cuando terminamos de decirle a mi papá, llegó Don Alfonso y se los llevó a los dos a su oficina. Ahí también andaba mi corazón blandito porque me puse a llorar un buen rato; no sé ni de que lloraba, luego ya ve que los niños lloran de todo. Cuando salieron de la oficina, mi madre andaba a la llore y llore y mi padre veía al puro piso. Don Alfonso me sonrió y me invitó al siguiente día a su biblioteca y después a su camioneta, luego a los corrales y luego a su misma cama. Me decía “Caperucita, ahora te alistas y vamos pa la siembre” o “Caperucita, vamos a leer un ratito juntos”.

Mi mamá ya nunca dijo nada, pero cuando iba con Don Alfonso me daba la bendición y se ponía a llorar, mi papá ya no me volvió a ver a los ojos; me acuerdo de un día antes que nos regresáramos mi mamá y yo a la ciudad, que mi papá y ella andaban bastante enojados, mi mamá aventó hasta el comal y mi papá terminó de gritar y, sin verme, me aventó una cachetada; me limpié la sangre que me salió del labio y de ahí me fui al cuarto de juegos de Don Alfonso, que me había dicho “Caperucita, ven  a jugar conmigo”. 

Ya luego de ese verano no volvimos al rancho, ya no vi a Don Alfonso y dejé de ver también a mi padre. Yo creo que uno de esos días se me anduvo endureciendo el corazón, ha de haber sido antes de la última vez que vi a mi padre, porque ese último golpe que me aventó ya no me dolió, nomás me comí la sangrecita que se me metió a la boca. 


Paulina Villasuso Villalobos. Nacida en 1999, en la ciudad de San Luis Potosí, México. Estudiante de la carrera de Escritura Creativa y Literatura en el Claustro de Sor Juana.
Quiere las lenguas extranjeras, ama el español, los senderos silenciosos y escucha trova de protesta para buscar inspiración.