Por Gerson Gómez

La epístola suena desfasada. Después de la pandemia, los índices de divorcio explotaron. Quienes sobrevivieron quedaron maltrechos. En las redes sociales descubrieron filtros, encuentros fortuitos, incluso citas a ciegas.

Las parejas enfrentan al cónyuge. En el banquillo de los acusados quedaron las pruebas. Los pantallazos desastrosos. Incluso quienes se atrevieron a enviar imágenes de sus partes pudendas.

Al amor lo evaporó la franqueza del discurso físico trunco. Las depresiones del encierro obligado. La falta de vida social. Aspereza hasta para pedir los alimentos. Al garate los negocios compartidos. La repartición de bienes mancomunados. 

En las salas orales la carga de resoluciones empantanan a los secretarios y a los jueces. Incluso muchos de los testigos, de ambas partes, fallecieron consecuencia de la edad, el covid y simplemente se mudaron de adscripción federal.

A la calle se fue la ropa y los enseres básicos. La mirada alegre ahora en enojo nos enseñaron a visitar pensiones infames en otra época. compartir techo y alimentos con quienes salen a ganar con cartón, latas y desperdicios de reciclaje.

Dormitar con los ojos entreabiertos. Toda esa numeralia mundial dejó al descubierto la fragilidad de las antiguas parejas.

Quienes perdonaron, la ínfima minoría, recurren a los servicios psicológicos y psiquiátricos, como los de las funerarias.

Todos enfermamos. Ya fuera de Covid 19. En pleno siglo XXI las listas crecen a granel. Los más graves, de la más silenciosa enfermedad: la depresión y la oscura soledad.

El camino de muchos de nosotros es una calle sin salida. Meditando en las promesas del acto civil y religioso. Hasta cuando el creador nos haga responsables o realmente libres.

Brrrr ¡Que frío hace!