El Grande

Foto: Cuartoscuro

Por Santiago González Velázquez

Domingo 6:30 A.M., terminada mi ronda regreso a la caseta de vigilancia de la fábrica y ahí está El Grande. 

¡Qué diferente me resulta! No es aquel que en las noches de vigilancia me mataba el sueño contándome de sus hazañas en el Ejército Mexicano. Hoy está pálido y puedo adivinar en sus facciones la desesperación y el dolor.

--¡Ya me cargó la chingada! -- exclama-- se me fue un tiro y le pegué al chamaco.

--¡No mames Grande! con eso no se juega --le respondo.

--En serio güey--me grita-- me acaba de pasar un accidente; avisa a la oficina; creo que Panchillo va muy mal. 

--¿On’ ta Panchillo?-- le pregunto.

Se lo llevó la Cruz Roja de San Pedro -- responde.

Ahí está El Grande entregándome su revólver, que recojo con mi pañuelo, le quito las balas y lo deposito en el escritorio bajo llave.

El Grande, mi buen compañero y amigo, se golpea la cabeza y los puños en la dura pared de la caseta.

--Espósame compa, no me dejes ir, tengo que pagar por lo que hice.

--Siéntate Grande, les llamaré a los jefes, vendrán y todo se resolverá. Hablaré al hospital para ver cómo está el chamaco.

Marco el número y responde una voz distraída y desinteresada.
--Señorita- digo- ¿me puede informar del estado de Francisco Argüelles, que al parecer acaba de ingresar al hospital?

--¿Es usted familiar del herido?

--¡No!... soy su compañero de trabajo. Llamo desde el lugar del accidente.

--Pues avisen a la familia, porque este joven no llegará vivo al quirófano... ¡Click!
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-¿Qué te dijeron ñero?-- pregunta con ansiedad El Grande.

--Que sólo lleva un rozón y ya los están curando.

--¡Mentiras! Si yo le vi chico agujerote en el pecho.

--Eso te imaginaste compa. Me acaban de decir que Pancho está bien.

--Nunca, ni siquiera en el "eje", me pasó semejante pendejada y menos con el chamaco; mi mejor amigo.

--Sereno mi Grande. Te digo que Pancho la libró.

El Grande se mira las manos y vuelve a golpear la pared hasta que le sangran

Mientras yo pienso: “Que no se le vaya a ocurrir a este güey echarse a correr, porque tendré que pegarle un tiro y si lo hiero o lo mato me empaleto, aunque también estaré empaletado si lo dejo ir”.
--Tómate un café compa, para que te calmes.

--¡No! No quiero nada y espósame para que no te la vayan hacer de tos los jefes cuando lleguen.

--¡Ya llegaron Grande ! Ahí está el carro.

--¡Qué chingaos pasó aquí! --grita el supervisor Benítez entrando a la caseta.

--Pues aquí El Grande, que se embroncó--, respondo.

--Nunca te acostumbraste a llamar a tus compañeros por su nombre, cuántas veces te he dicho que nada de apodos--, me vuelve a gritar el "super" y volviéndose al Grande le pregunta: 

--¿Qué pasó Marcial?

--Con la novedad señor, que estaba abasteciendo mi arma y le pegué un tiro al compañero Francisco.

--¡CHINGAO! ¡Quítate el uniforme! ¡Rápido cabrón!, que están por llegar los judiciales y los reporteros, cuidado con lo que declares. No comprometas a la empresa porque te pudrirás en la cárcel, por pendejo.

--No se preocupe jefe--, responde El Grande mientras se desviste.

--Y tú cabrón… ¿por qué no le pusiste las esposas?

---No lo creí necesario, El Grande estaba sometido--, respondí.

--¡Otra vez con el apodo! ¿Por qué chingaos no entiendes? Ahorita que lleguen los judiciales te van a interrogar y cuida lo que dices, sino también tú te chingas.

--Pos sólo les diré lo que vi o sea... ¡Nada!... Yo andaba en la ronda.

--Y... ¿Esas manchas de sangre?
--Marcial estaba pegándole a la pared cuando llegué.

--¿No que sometido, que por eso no lo esposaste?

--Se calmó con mis palabras, teniente.

--"Ahí tan" los judíos. Abusados con lo que dicen cabrones.

Los judiciales nos interrogaron a puras mentadas de madre: Yo les demostré que estaba en el interior de la fábrica. Esposaron a Marcial y se lo llevaron.

Me quedé pensando en las veces que fui testigo de las muestras de sincera amistad que se profesaban, Marcial y Pancho, como ellos decían, se hicieron amigos cuando participaron en La Legión Cóndor, unidad del ejército que patrullaba la sierra en los años setentas con la supuesta misión de acabar con los plantíos de amapola y mariguana.

Ya solo en la caseta, esperaba a los compañeros que llegarían a suplir a los implicados en el lamentable suceso, mientras recordaba la última historia que El Grande y Panchillo me contaron la noche anterior.

Decía Marcial:

"Estábamos en la sierra de Sinaloa, los jefes habían dicho que quemaríamos un plantío muy importante. Siempre nos hablaban de que nuestra misión consistía en acabar con la droga. Yo más bien pensaba que andábamos buscando guerrilleros. A veces me daban ganas de preguntar a mis superiores cuál era la verdad, pero dos generaciones de "sardos" (mi padre y mi abuelo) me habían enseñado a obedecer. ‘El buen soldado nació para obedecer, sin hacer preguntas’ --decía mi abuelo-- y yo nunca encontré razones para rebatirle.

Una noche me di cuenta que ser ‘guacho’ era algo muy diferente a lo que siempre había pensado. Yo quería y admiraba al ejército, mi vida había transcurrido entre toques de clarín y gritos de órdenes. Mi padre y mi abuelo eran buenos soldados así que cuando tuve edad para enrolarme, ni lo pensé. Me enrolé en el 31 Batallón de Infantería. Los primeros meses fueron ¡pura vida! Jugaba basket, marchaba, practicaba el tiro, recibía mi paga y, en mis días de franco, me iba con mis compañeros a buscar mujeres y tomar cerveza. Algunas veces, los compas me compartían un toque de buena mota.

Estaba bien seguro de que había encontrado mi lugar en el Instituto Armado (creo que así le dicen ahora al ejército), pero lo que hicimos en la sierra de Sinaloa, fue algo muy diferente. Hice cosas que me avergüenzan de ser soldado.

Nunca olvidaré lo que sucedió esa noche: llegamos a un ranchito chiquito, como de ciento cincuenta habitantes, cuando mucho. Gente buena, norteños francotes y hospitalarios; como son casi todos los de esa hermosa tierra.

Como siempre que llegábamos a algún rancho, aunque quisieran evitarlo, los pobladores nos miraban con recelo y nos ofrecían lo que tenían con el sombrero en la mano y la cabeza agachada.

Algunos compañeros abusaban y tentaleaban a las muchachas que nos servían la comida.

Entrábamos a las casas y tiendillas y arrasábamos con todo: comida, cigarros, cerveza y en ocasiones hasta chamacas. También buscábamos semillas de amapola y mariguana.

Tomábamos unas cervezas al tiempo, cuando de repente salió corriendo de una humilde casa un viejo con un envoltorio bajo el brazo. Le dimos alcance Panchillo y yo y lo madreamos con nuestras botas y las culatas de los rifles, (quien le mandaba andar corriendo) ya cuando lo sacamos arrastrando hasta la luz, nos dimos cuenta que se trataba de un anciano de la edad de mi abuelo o tal vez mayor, porque en esa tierra la gente es muy correosa.
¡Chingao!... En verdad es gacho que entre dos jóvenes armados golpeáramos a un viejo indefenso, pero.... ¿pa’ que corría?.

El ruco, cargaba unos papeles que yo nunca supe que decían, el oficial nos dijo que era propaganda subversiva. Quién sabe que chingaos será eso, pero dicen que es algo de los pinches comunistas.

La cosa es que el viejo, era abuelo de un profesor de esos que andan alborotando a la gente, en lugar de enseñar a tanto analfabeta que anda suelto.

¡Nunca hubiera escuchado el teniente el nombre del nieto! Nomás de oírlo, empezó a patear al anciano hasta que lo dejó sin vida.

¡EL NIETO DE ESTE CABRÓN ES EL CULPABLE DE QUE NOS "HAIGAN" SACADO DE MONTERREY Y NOS TRAJERAN A ESTA PINCHE SIERRA ¡… Gritó fuerte el teniente, para que todos lo escucháramos.

Al siguiente día, decidimos Pancho y yo que, nomás cumpliendo los tres años de nuestro enganche, nos retiraríamos del ejército.

Y aquí nos tienes de guardias privados; por lo menos aquí no tenemos que matar a nadie".

Ese fue el último relato, en la última noche con aquellos dos compañeros. Panchillo que en paz descanse y El Grande a quien visité varias veces en el Topo Chico, hasta que lo liberaron por falta de pruebas.