Tarde de perros

Foto: Pixabay

Por Santiago González Velázquez

El Viejo descansaba en su mecedora, cuando se le acercó una de sus nietas, con un hermoso cachorrito en sus brazos.

Mira abuelo--- le dijo la niña-- Me lo acaba de comprar mi papá.

¿Comprar?---- Preguntó el viejo--- 

¡Sí abuelo y muy barato! Sólo costó dos mil pesos y tiene pedigrí.

¿Dos mil pesos?... Siéntate aquí mija, te voy a contar una historia

En mi vida nunca he tenido un perro del que pudiera decirse que era yo su amo.

Alguna vez encontré cerca del Río La Silla un perrillo pinto de blanco y café, me siguió a casa y mi mamá me dejó adoptarlo con la condición de que me hiciera cargo de su cuidado y alimentación. Prometí hacerlo porque el animalillo me hacía mucha gracia cuando se paraba en sus patas traseras y daba saltitos a semejanza de los perros bailarines de "Los Olvidados", por supuesto incumplí mi promesa y el "Complis", como lo había yo bautizado, como llegó se fue, convencido de que conmigo no encontraría la atención y la amistad que buscaba,

En mi casa siempre hubo perros, mi padre platicaba con orgullo y añoranza las hazañas de su compañero "El Lobo" al cual no recuerdo si alguna vez lo vi o sólo lo imaginé en las palabras del “Profe”.  Conocí en casa al “Guardián”, al “Rocamboli” y a “La Canica”, una perrita gris, flaca y vivaracha que se ausentó de la casa durante tres días y no sé de dónde provino el rumor de que la habían visto echando espuma por el hocico y atacando a varios cadis que buscaban pelotas de golf en el monte del hoyo siete del viejo Monterrey Country Club.

De inmediato se formó la expedición punitiva: hombres, mujeres, viejos, jóvenes y niños de Los Remates, (al sur de Monterrey, NL) salimos en busca de la supuestamente rabiosa perra. La encontramos en el monte, la rodeamos, alguien le echó un lazo y mi amigo “El Ruso” la golpeó con un garrote hasta dejarla moribunda.

Por ¿fortuna? un vecino sacó su revólver y le pegó el tiro de gracia. Ese ataque de todos contra “La Canica” quedó en mi memoria, como el acto más cruel e injusto que me ha tocado presenciar.
En Los Remates, los perros no tenían marca ni pedigrí, eran simplemente perros: pintos, negros, pachones, orejones, bravos o mansos; sólo algunos grandotes recibían el nombramiento de “perros policías”. 

Recuerdo a muchos buenos perros del rancho: “El Cazador”, “El Kaiser”, “La Paloma”, “El Solovino”, “El Nerón” y otros cuyo nombre olvidé. Todos eran famosos entre los vecinos.

Sin duda el más famoso fue “El Capulín”, un perro de pelaje negro muy brillante y de mente más brillante que su pelo.

Aunque lo había criado el compadre Baldo, “El Capulín” era el perro de toda la raza. Nos acompañaba en las cacerías de conejos, nos echaba porras en los juegos de futbol y aullaba en las noches cuando la raza cantaba… tal vez haciendo tercera voz o quejándose de nuestras voces tan desafinadas.

“El Capulín”, acudía con nosotros a escuchar las conferencias que cada semana nos impartían estudiantes del Tec, miembros de una Congregación Jesuita. En una ocasión uno de los instructores, al notar que el negro perro se sentaba muy atento, con la cabeza levantada y las orejas bien abiertas a escuchar la clase, manifestó lo siguiente:  "Agradezco al compañero Capulín por ser el que mayor atención pone a mis palabras".
 
Así era “El Capulín”, siempre atento a participar en nuestras actividades.

Y así eran todos los perros del rancho, que en cualquier casa a donde fueran a visitar a sus cuates o a ver a sus novias, encontraban quien les brindara un taco o un trago de agua.

Los perros de Los Remates eran de todos los vecinos.