Perdón AMLO... No eres tú, soy yo

Por Víctor H. Zamora

En un esfuerzo por entender y aceptar donde está la raíz de nuestros problemas sociopolíticos, cabe decirle esa frase al Presidente, a expresidentes, gobernadores, legisladores federales y locales… en fin, a toda nuestra clase política. En dicha frase el sujeto “yo” es, por supuesto, la sociedad mexicana.

Ya se lo que están pensando en este momento, pero no, definitivamente no se vale desmarcarse y decir “este gobierno no me representa”, “yo no soy así”, etc. Para resolver un problema es indispensable reconocerlo e identificar las causas, y en el caso de México todos somos, de alguna manera, parte del problema.

Tampoco se trata de excusar la responsabilidad que individualmente corresponde a cada político, porque finalmente cada uno decide el sentido de su actuación y no se vale evadir la responsabilidad culpando a las circunstancias, sin embargo hay que entender el contexto social del que emanan, que los (nos) forma y que influye decisivamente en la configuración tanto de la arena electoral como de la forma de ejercer el poder.

La sociedad es un ente vivo que se conforma por individuos de diversas características étnicas, educativas o económicas, entre otras, y que comparten diversos elementos comunes como el idioma (salvo algunos grupos excluidos, tema que será materia de otro artículo), costumbres, tradiciones, valores, etc. Si bien el peso de cada uno de esos elementos es variable entre subconjuntos sociales e individuos, todos ellos conforman la herencia cultural que da identidad a nuestra sociedad, y que a la vez se constituye en el contexto o ambiente formativo de nuevos miembros de la misma.

Así como nuestra herencia cultural nos impone tantos elementos de enorme valor que marcan nuestra identidad colectiva, también nos impone vicios, antivalores y otras conductas reprobables que nos marcan y nos condenan al tercermundismo.

Por ello, aunque sea lo deseable y la única esperanza de impulsar una transformación, carece de toda lógica esperar que la solución para corregir una sociedad distorsionada, sea esperar la llegada de líderes rectos y visionarios que impulsen el cambio. Lo natural es que los líderes que lleguen, al menos la mayoría de las veces, sean un reflejo de esa sociedad, con los vicios y las virtudes que priven en la colectividad entendida como un ente. Hijo de tigre pintito, pues.

Hay dos frases emblemáticas que ilustran esta idea. La primera, de Joseph de Maistre (filósofo francés, 1753-1821), nos dice que “cada pueblo tiene el gobierno que se merece”. La segunda matiza y puntualiza la frase de Maistre, y se le atribuye a André Malraux (escritor francés, 1901-1976): “No es que la gente tenga el Gobierno que se merece, sino que tienen a los gobernantes que se le parecen”.

He aquí donde tenemos que hacer el autodiagnóstico, a nivel individual, y aceptar la culpa que nos toca, pero principalmente ponernos en acción ante ello.

No es un problema privativo de clases sociales, que quede claro. Los vicios que nos marcan están en toda la sociedad, pero suelen abordarse según el contexto. “Lo que en el rico es alegría en el pobre es borrachera”, pero al final son dos caras de la misma moneda. Tan delincuente es el ladrón del transporte público, como el que infla los precios de bienes que vende al sector público para tener, indebidamente, una mayor ganancia. Tan criminal es el hombre que golpea a su pareja e hijos en la sierra de Oaxaca, como el que violenta a su familia en Bosques de las Lomas. Tan culpable es el narcomenudista que vende droga en los bares o afuera de las escuelas, como el representante de la autoridad que se hace de la vista gorda o hasta protege dichas actividades. Tan abominable es la pederastía en la marginación como en la opulencia. La lista anterior podría seguir con un sinfín de ejemplos provenientes de todo sector de la sociedad. El problema, pues, no es el “quién” sino el “qué”, pero tal vez principalmente el “por qué”.

La conclusión es que la sociedad está enferma de males altamente contagiosos e inevitablemente hereditarios, y por ello produce líderes viciados. Por ello, para aspirar a una verdadera transformación sólo tenemos 2 alternativas: o impulsamos un cambio en la sociedad desde la sociedad misma (estrategia de largo plazo), o rezamos para que llegue un líder virtuoso, ajeno a los vicios de la sociedad, que impulse a toda costa el cambio desde la propia sociedad (estrategia de larguísimo plazo).

Con ello quiero decir que la solución tardará en llegar, si es que hay las condiciones para ello, es un proceso intergeneracional, pero cada día que pasa sin que trabajemos en nuestro propio cambio, es un día perdido en el largo camino hacia un mejor estadio social y un paso más hacia nuestra propia condena.

Acepto que suena catastrofista, pero pensemos que cada vez somos más, y consecuentemente hay una creciente competencia por empleos de calidad, espacios, servicios, etc. Y si a ello sumamos el factor pandemia, que aunque debió servir como enseñanza de que la coordinación y la acción colectiva son vitales, en el grueso de la sociedad más bien ha hecho aflorar los instintos más primitivos de supervivencia, miedo y egoísmo, ejemplificados en violencia, compras irracionales de pánico, agresiones a personal médico y elementos policíacos, llamados a saqueos, etc.

Además, creo que realmente no hay una conciencia colectiva sobre la relación causal entre nuestra conducta y el contexto social, ni sobre la influencia determinante de este en el contexto político-económico. En consecuencia, tampoco hay una conciencia colectiva (o interés) respecto de nuestra responsabilidad en la transformación, ni sobre el gran poder que tenemos para construir una sociedad armoniosa y vanguardista.

Una de las razones de ello es que nos hemos acostumbrado a que las cosas son así, pero otra y tal vez la más importante, es que para la mayoría de la sociedad realmente queda poco o ningún espacio temporal ya no digamos para actuar, sino para siquiera pensar en esos tópicos y darse cuenta de que “pequeñas” acciones, como mantener la paz y la armonía familiar e inculcar sólidamente a nuestros hijos valores como solidaridad, honestidad, respeto y tolerancia, entre otros, son la base de la solución a los problemas comunes, una solución ajena a la esfera pública y exclusiva de la potestad privada.

Seguro ahora me replicarán que los mexicanos somos muy solidarios ante las tragedias. Baste recordar ejemplos como la respuesta ante los sismos en la Ciudad de México o Oaxaca, ante los huracanes en la península de Yucatán, etc. Son acciones que no debo menospreciar y mucho menos inhibir, pero me atrevo a decir que esa solidaridad no cuenta, no nos caracteriza porque no deviene de una actitud cotidiana. Se trata de acciones aisladas motivadas por la compasión, que aunque genera un beneficio también pega en la dignidad del ser humano (motivo de otra discusión), pero también y principalmente son combustible para nuestro propio egoísmo, ya que ante la facilidad de difusión en la era digital, hay una enfermiza tendencia a publicitar nuestra “desinteresada” solidaridad para mostrar ante los demás una cara que no nos caracteriza cotidianamente. Recuérdese que hablo de una colectividad, por ello recurro al “nosotros” y me refiero a las conductas más representativas.

Otro síntoma de la distorsión social es la polarización. Esa división de la que culpamos a López Obrador pero que no es más que un reflejo de lo que somos como sociedad. La necesidad de pertenencia, de identificación grupal, es una característica natural del ser humano (y de muchas otras especies), sin embargo, por desgracia, su realización pasa por la necesaria diferenciación respecto de otros individuos y cierto grado de exclusión que, según el grupo de que se trate, puede ser bastante acentuada y plantear barreras de acceso y hasta discriminación, o bien laxa y abierta a la aceptación de más integrantes.

Por ejemplo, la segregación racial fue durante mucho tiempo una característica de prácticamente todas las sociedades del mundo, y no sólo era aceptada sino incluso promovida y protegida por el estado. Ahora es rechazada e incluso sancionada por el estado, pero sigue presente en todo el mundo y nuestra sociedad no está exenta de ello. Es un problema cotidiano, aunque la inmensa mayoría de los individuos provengamos de una mezcla de razas y nacionalidades desde muchos siglos atrás, pero tenemos una enfermiza necesidad de “distinguirnos” incluso desde ese aspecto tan elemental.

En el mismo sentido juegan la polarización de clases, de credos políticos, de religiones, de procedencia geográfica y hasta de equipos deportivos. Las diferencias son enriquecedoras cuando hay apertura, tolerancia, pleno respeto y civilidad. Pero se convierten en un problema cuando falta alguno de esos elementos, y en un verdadero desastre cuando faltan todos ellos y surge su antítesis: ignorancia, intolerancia, e indiferencia por el prójimo y por el orden social.

Así mismo es la polarización que ahora tiene un nombre pero que no es nueva. La dicotomía “chairos-fifís” simplemente fue rebautizada. Ahora se ha vuelto bastante evidente por la persistencia mediática del bautizante, pero también porque la correlación de poderes ha dado un giro de 180°, provocando que los grupos antaño dominantes de la agenda protesten ruidosamente ante la amenaza a su estatus quo. Pero reitero, no es una situación nueva, porque de ser una actitud ajena a la sociedad tardaría bastante en ser asimilada, pero en cambio encontró un terreno bastante fértil para prender.

Podríamos seguir enumerando mil vicios que tristemente caracterizan a nuestra sociedad. Y reitero que no se vale desmarcarse. No tendremos todos pero sí muchos de los vicios, en mayor o menor grado. Gandallez, egoísmo, intolerancia, falta de empatía, etc. ¿Ejemplos? Por decir sólo algunos: agresividad al volante; saltarse la fila; buscar privilegios basados en influencias; violencia intrafamiliar; trampas en competencias; legislación a modo; justicia selectiva; discriminación; ganancias derivadas del crimen; hacernos de la vista gorda ante abusos o comisión de delitos; y un largo etcétera prácticamente ya asimilado como nuestra normalidad.

En conclusión, la calidad y eficacia de un producto depende de la fábrica; si esta funciona a la perfección, se respetan los procesos y los insumos son los adecuados, es posible garantizar el mejor producto. Pero si los procesos están viciados o los insumos son de mala calidad, el resultado inevitable será un producto inservible o de malísima calidad.

Es así que en nuestras históricas circunstancias, ni el neoliberalismo, ni el comunismo, ni la democracia, ni el imperialismo, ni la anarquía, ni el Peje, ni Calderón, ni MORENA, ni el PRI, ni el PAN y ni el mismísimo Santo o el Chapulín Colorado van a cambiar a México, porque al final el estado es una muestra representativa de la sociedad, con sus virtudes y vicios, y que al igual que ella están más bien interesados en la supervivencia política que en la transformación, o por lo menos así ha sido en los últimos 200 años.

Espero que mis cuatro lectores (nuevamente honor a Don Armando Fuentes Aguirre), tomen conciencia de que cada uno de nosotros es “gobierno”, que del ejercicio de nuestras potestades más básicas e inmediatas depende el futuro de nuestro país y que, aunque seguramente la transformación no sea ya para nosotros, al menos estaremos asegurando mejores condiciones para nuestra descendencia.

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