Contigo a la distancia

Foto: Pixabay

Por Gerson Gómez

Mantuvimos por meses el intercambio de misivas. Ir hasta el edificio de correos. Comprar el franqueo postal.

Esperar la llegada a su destinatario. Una semana de ida. Una semana de vuelta. Dos cartas por mes. Con las noticias de la vida austera de la preparatoria.

Ensoñar con reencontrase. Mientras el servicio de telefonía, monopolio del estado, cobraba por minuto el enlace. El entramado familiar y el presupuesto no se puede descompensar. Ni con llamadas extras. Ni con comunicaciones de larga distancia nacional o al extranjero. Esas solo se hicieron para los días de cumpleaños, las defunciones y los matrimonios en puerta, por razones extraordinarias, de la comezón juvenil.

Mamá, por meses, logró hacer una amiga por correspondencia. Ese proceso era mucho más costoso, lento y azaroso.

Contactó a una adolescente de su edad, anglosajona, protestante y estudiante de High School. Hace algunos años, mientras ella buscaba en el maletín de papeles importantes, se reencontró con esas piezas de papel amarillentas.

Le pregunté si había conservado más detalles de su vida. En la negativa, como si se esfumaran. Mamá esperaba aprender a escribir correctamente el inglés de The Beatles. Sin slang, modismos sureños e ideas descabelladas.

Los chats, en los grupos antiguos de usuarios de la red, podías entrar y conversar con alguien de otra ciudad.

Existieron enamoramientos y decepciones. Visitas de turismo sentimental y de rupturas.

La clave, como en las cartas, era conservar la frescura de ideas. No de enviar desnudos y propuestas afrentosas.
 

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