De lengua dormida a los chicos de Hidden Valley Road

Foto: Especial

Por Gerson Gómez

Lengua dormida de Franco Félix

Después de un accidente que a la postre resultó fatídico, Ana María pasó tres años entrando y saliendo de una clínica en Hermosillo, ciudad en la que culminó la última de sus vidas. Tras su muerte, la biografía secreta de su pasado dejó ver una de las primeras: vivió en la Ciudad de México, tuvo un marido, cuatro hijos y lo abandonó todo. Las hebras que engarzan ambas existencias están contadas en esta novela que es al mismo tiempo una hagiografía de la pérdida, una carta de amor, un caleidoscopio del duelo, una búsqueda y un hallazgo.

El duelo es tan difícil de superar precisamente porque invoca la ausencia de un relato. Lengua dormida es un acto-reflejo frente a la orfandad, el recorrido mental de un hijo buscando a su madre muerta. De manera caprichosa y metamórfica, como es la memoria, la narración está poblada lo mismo con anécdotas en apariencia baladíes —la fijación de su madre con Australia—, que con digresiones sobre el tiempo y el lenguaje. Pero nada es gratuito en la escritura del autor, su capacidad para generar imágenes —una turba de canguros huyendo del incendio para luego ahogarse en el mar— transmita la narración, vinculando los momentos más álgidos de la historia con aquellas miniaturas domésticas que dotan de cuerpo y personalidad a una vida.

La mirada de Félix es la de un diletante proverbial para quien ningún evento es indiferente. El demonio de Tasmania y Wittgenstein, Freddy Krueger y Rosario Castellanos, budismo y la película La mosca, un grupo de tanatología barrial llamado Las Clepsidras y el reloj de aves que marcaba con diversos graznidos las horas en la Casa de los Rostros Flotantes: un mundo que no se toma nada en serio y que, por otro lado, concibe cada fenómeno que sacude el iris con el azoro de un milagro irrepetible.

Pornografía para piromaníacos de Wenceslao Bruciaga

Pedro Blaster, Charliee Sebastian y Jeff «Pliers» Peralta son los nombres de tres actores sumergidos en el estridente circuito del porno gay del Área de la Bahía, en San Francisco. Su aparente estabilidad de glamur exhicibi­cionista, seguridad económica o sexo al alcance de su antojo, se ve perturbada con la inesperada ola de suicidios que parece afectar como discreta epidemia a otros compañeros actores de la industria, de por sí tambaleante por los acelerados cambios generacionales y tecnológicos que suscitan nuevas formas de concebir las relaciones, la atracción, el poder, las drogas, el sexo y el amor entre hombres.

En esta trepidante novela, Wenceslao Bruciaga nos conduce a las entrañas del submundo del porno gay de San Francisco, ofreciendo por contraste un cuestionamiento más amplio sobre aquello que entendemos como normalidad. Con una escritura tan precisa como desbordada, sacude las certezas morales (y de todo tipo) de los lectores, con esta divertida y pornográfica novela, que sin duda no dejará indemne a quien transite por las historias aquí narradas.

Feral de Gabriela Jauregui

En el día 0 o El Peor Día, Diana recibe una llamada: Eugenia, su amiga, su hermana, fue asesinada.

La vida de la comuna, el espacio formado por cuatro amigas y habitado por sus círculos extendidos de manera itinerante, nos llega como el eco de una explosión a través de la investigación de unas archivistas del futuro. «Abajo, sabemos que nuestro archivo es antes que nada, una promesa», escriben ellas al tiempo que nos cuentan las historia de las cuatro amigas: Diana y sus visiones, proféticas o sintomáticas, a manera de relámpagos de lenguaje; Saratoga, que puede extraer música del mundo con el toque más leve; Yunuen y su búsqueda constante por darle forma y coherencia a una realidad en permanente disolución y Eugenia, quien terminó su viaje en Teotihuacán, donde trabajaba en una excavación arqueológica mientras se adentraba en una lucha comunitaria contra otro tipo de excavación letal: el extractivismo.

En la primera novela de Gabriela Jauregui, el lenguaje genera un espacio de turbulencia y tensión entre el pasado de lengua domesticada y la posibilidad feral y desaforada del futuro. Feral es un viaje por los túneles del tiempo desde donde se construye el saber que explica las ruinas de nuestro presente. Un saber que es preciso reconstruir y recontar porque, como dicen las archivistas, «algún día este archivo será jardín».

Los chicos de Hidden Valley Road de Robert Kolker

Magnífico trabajo sobre una generación venida a menos.

Don y Mimi Galvin encarnan como nadie el espíritu ingenuo y entusiasta de los Estados Unidos de su época. Jóvenes y llenos de sueños y ambiciones, el futuro es para ellos un horizonte abierto. Los hijos no tardan en llegar: en 1945 nace Donald, el primero de los doce que tendrá la pareja a lo largo de dos décadas. Atléticos, inteligentes, talentosos, atractivos y felizmente instalados en la idílica casa de Hidden Valley Road, los Galvin se dirían la perfecta familia americana. Hasta que un día, tras una serie de extraños comportamientos, diagnostican esquizofrenia a Donald. En los años sucesivos, nada menos que otros cinco de los chicos de Hidden Valley Road desarrollarán la enfermedad, y la amenaza siempre penderá sobre la cabeza del resto. Pese a que su singular caso llegará a llamar la atención del Instituto Nacional de Salud Mental, Mimi se pasará media vida tratando de mantener la impoluta fachada de familia modélica e intachable, mientras de puertas adentro la desdicha y el horror no hacen sino acrecentarse: crisis nerviosas, episodios de violencia descontrolada, secretos abominables…

Los chicos de Hidden Valley Road es una portentosa crónica con un pulso narrativo tan sólido y adictivo que se lee como una novela: una saga familiar llena de amor, sufrimiento y esperanza que se desarrolla en paralelo no solo a los grandes episodios de la historia estadounidense del siglo XX, sino también a los avances en la visión, comprensión y tratamiento de la esquizofrenia. El libro de Kolker es una lectura apasionante que nos habla de la tragedia de una familia devorada por la esquizofrenia en una época en la que nadie sabía demasiado bien qué era: ni los doctores, ni los investigadores, ni mucho menos los Galvin.