Por Gerson Gómez

Hemos pasado la curva de la existencia de los 50. Vamos al ocaso. En pleno uso de facultades mentales. La batería de los días dura menos. El cansancio se multiplica por siete o por diez.

El colofón de las generaciones de pensionados. Nos sientan en el banquillo. Nuestros padres aún viven. Entre los 78 y 76 años. Para los administradores de los fondos, ellos ya han vivido demasiado.

Cuestan, no valen un dineral. Los medicamentos, las visitas a los servicios sociales, incluso las ayudas federales del presidente.

Ni siquiera la pandemia se los llevó. Sobrevivieron por genética y hábitos, al ángel de la desolación.

Papá y mamá resistieron a la segunda gran guerra. Conocieron las agresiones a Corea, Vietnam, Afganistán, el Golfo Pérsico y hasta los años infinitos del terror en Monterrey.

Diferencian desde sus habitaciones el sonido de una Ak47 y R15. Las balaceras por celebración de los vecinos de la parte alta. En el fin de año, el campeonato de futbol y hasta los encontronazos con los militares.

Reciben cada mes pequeñas bolsas de su salario. Tampoco al día. Vacacionar, es palabra en desuso. 

Las salidas a pagar la luz, el gas, teléfono y hasta el servicio de internet. Duermen poco y sorprenden todos los días los rayos del sol.

Sus preocupaciones son los nietos. La equidad para el prójimo. Brincaron del siglo XX al XXI.

Aún no se acostumbran a las nuevas tendencias de las comunidades minoritarias. Tampoco las observan con desidia. No hay nada nuevo, dicen.

A pesar, muy a la consternación, de quienes marcan las expectativas en sus registros de supervivencia. 

Si les escamotean medicamentos, vitaminas o les difieren las citas con los geriatras, siempre tienen palabra de aliento.

Dolores, son del alma, del almanaque, nos dicen. Y tienen toda la razón.

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