Burbujas de papel

Por David Jáuregui

Se mira la herida en el nudillo. Está podrida y petrificada, un volcán de aspereza. Su hurón la mordió hace más de dos meses, pero una vez tras otra ha reabierto su pulgar. La pústula calcárea está justo en la intersección de sus falanges, por lo que los doblamientos del dedo —cada typeo en su teléfono, cada sostener de una pluma— también le estiran la carne. Hinchada, la burbuja cierra la vista. Es un velo castaño, aunque tan transparente y profundo que roza el azul. Solo le permite ver lo que ella piensa, saber lo que siente y, sobre todo, únicamente le deja entender lo que hay dentro de ella misma. Poco importa que sean traslúcidas: las burbujas opacan la mirada. 

Pueden también ser una especie de protección frente al mundo, solicitada o no, consciente o tampoco. No escuchar para evitar las afonías. O bien, escuchar todo para volver imposible distinguir. El mutismo y la estridencia son uno mismo dentro de las cúpulas de sordera —dos presidentes recientes lo ilustran—. Dentro de las campanas de reverberación, uno solo escucha lo que uno dice, pero los argumentos rebotan, haciendo parecer que lo dice “todo el mundo”. De esta manera, sin más, funciona la supuesta arena pública del internet: así como una pompa de jabón se puede unir con otra para formar una enorme, los pensamientos en internet se unen artificialmente, sumándose en un Goliath de opinión que todos creen que comparten. 

De pronto las burbujas deciden obliterarse. Sacrifican los resabios de libertad que conservaban para unirse a esa gran masa colectiva y, de camino, van dejando un empedrado jabonoso. Ese lienzo de la progresía woke de internet se extiende en derredor, uniendo a todos en un solo pliego kilométrico de plástico de burbujas. Un manto de pensamiento que satura Facebook, Instagram y sobre todo Twitter. 
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