Matar al mensajero

Por David Jáuregui

Los pocos centímetros de grosor de la puerta no son suficientes para evitar que el niño escuche las débiles exhalaciones. Un rumor agitado proviene de la habitación cerrada. Él desconoce qué significan los rechinidos y los ocasionales suspiros, pero no tiene demasiado interés en investigar. Acaba de llegar de una visita a su padre y a su hermana, pero arribó con antelación, por lo que técnicamente él no debería estar ahí. Consciente de su condición de intruso y confundido ante todas las posibilidades de su actuar, prefiere encerrarse para masturbarse. 

Un pensamiento, tan recurrente como otros días, le invade la mente. No entiende qué pasa escaleras abajo, de acuerdo, pero le desconcierta saber todas las opciones que tiene para hacer algo al respecto. Irrumpir en la habitación para confirmar que su madre no esté sufriendo; pedir por teléfono al padre que venga por él otro rato; llamar al vecino en busca de pistas; simplemente tocar la puerta y un largo etcétera. Él no entiende, así como realmente nunca ha entendido cómo funciona el mundo social. Puede chuparle un dedo sangrante a su padre o desmayarse a propósito a medio partido de fútbol, y lo hace porque no decide cómo reaccionar ante la plétora de opciones ante sí; está al tanto de que todos esperan cierta información y cierta reacción de él, y ahí se enreda. 

Este es quizá uno de esos casos, pues el amasijo del árbol decisional en su mente le indica que la mejor opción es espiar la fuente de los resoplidos. El puberto deja en pausa sus actividades de manos, para bajar a echar oreja al estudio. Silencia sus pasos y sus respiraciones hasta sentirse a la par de un agente de la KGB, la SS, la Gestapo, el CISEN, la CIA o demás unidades de inteligencia y espionaje. Él no puede utilizar la vista, dado que la puerta estorba, por lo que recurre al segundo sentido más usado. https://ipstori.com/munchips/38

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